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En la Plaza Mayor, o mejor dicho, en la plaza de Franco, no cabía un alma más. La gente quería ver al caudillo del NO-DO en vivo. De repente, las puertas del balcón principal del Ayuntamiento se abrieron de par en par, y Franco apareció de uniforme militar en medio de un griterío ensordecedor: «Nuestra Revolución -dijo con su característica voz atiplada- es lo contrario de lo que por el mundo el vulgo entiende. Nuestra Revolución es los brazos abiertos, no los puños cerrados; nuestra Revolución es la justicia; nuestra Revolución es la elevación de nuestros hijos; nuestra Revolución es el pan de cada día; nuestra Revolución es la justicia en los campos y en la ciudad; es la extirpación de los parados; es la multiplicación de las fuentes del trabajo, le hermandad entre las clases (...) Nuestra Revolución tiene tres partes: una espiritual; otra, patriótica, y otra, material. Si los demás no saben hacer revoluciones más que en lo material, nosotros lo hacemos en lo espiritual, en lo patriótico y en lo social».
Aunque se encontraba en Segovia por haber inaugurado la electrificación de su ferrocarril, Franco centró el discurso que esbozó ante los miles de segovianos que llenaban la plaza en atacar al marxismo, al que definió como «doctrina de exportación, como doctrina para destruir naciones, para enfrentar unos hombres contra otros, como doctrina que debilita y como arma de destrucción». El 'invicto caudillo', como lo define la prensa de la época, estaba pasando un momento muy delicado. Sus aliados Hitler y Mussolini acababan de perder la guerra mundial, y las potencias democráticas miraban a España con recelo. Son los años del aislamiento, del hambre y la escasez. Los segovianos presentes aplaudieron el discurso del generalísimo, pero también es muy posible que lo hicieran con los estómagos vacíos.
Narra 'El Adelantado' que entre las 9:15 y las 9:55 horas entraron en la estación tres trenes repletos de españoles 'entusiastas' que llegaban a la ciudad para vitorear al jefe del Estado. Otra cosa es si lo hicieron por voluntad propia o forzados, que es lo que luego se ha dicho que ocurrió aquel sábado de febrero de 1946. De una u otra manera, lo cierto es que cuando Franco llegó, se encontró con unas calles segovianos que nunca antes había pisado repletas de un público que no dejaba de gritar «¡Franco, Franco, Franco!» El tren del generalísimo, que había partido de la madrileña Estación del Norte a las diez de la mañana, arribó en Segovia a las 11.54, es decir, casi dos horas después. Franco llegaba acompañado de los ministros del Ejército, Aire, Marina, Gobernación, Agricultura, Justicia y Obras Públicas. Con éste, José María Fernández Ladreda, había compartido asiento en el lujoso convoy. También integraban el séquito el obispo de Madrid-Alcalá, varios subsecretarios, directores generales y otros prebostes del Estado y del Movimiento, que fueron recibidos por las autoridades locales y una batería de caballeros oficiales cadetes de la Academia de Artillería con estandarte, escuadra y bandera de música. Allí estaban, entre otros, el gobernador civil y jefe provincial del Movimiento, José Clavero Núñez; el alcalde de Segovia, Andrés Reguera; o el director de la Academia de Artillería, coronel Pérez Montero.
En la puerta de la estación férrea, adornada con colgaduras, estandartes y banderas con el águila de San Juan, el jefe del Estado presenció una demostración de danza de paloteo que corrió a cargo de un grupo de Fuentepelayo antes de partir en comitiva hacia la Plaza Mayor. Los vehículos de los ministros, negros y relucientes, iban escoltados por alumnos artilleros a caballo. El cortejo -no puede denominarse de otro modo- cruzó el Espolón y la carretera de La Granja en dirección al Azoguejo, que se encontraba lleno de personas. Cuenta el periódico: «El Azoguejo ofrecía un aspecto impresionante por la muchedumbre que se había congregado en la plaza. Balcones y terrazas se hallaban abarrotadas de público. Al hacer su entrada en dicho lugar el coche del Jefe del Estado estalló una atronadora ovación, entremezclada con los gritos de 'Franco, Franco, Franco'». Con un lenguaje grandilocuente, el periodista asegura que el recibimiento alcanzó «proporciones inenarrables» y revistió «caracteres de apoteosis» cuando la caravana de coches oficiales entró en la Plaza de Franco.
El obispo de la diócesis segoviana, Daniel Llorente de Federico, esperaba en la puerta de San Frutos de la Catedral junto al palio que sostenían los miembros del cabildo. Franco besó el crucifijo que sostenía entre sus manos el prelado e inmediatamente entró en la seo bajo cubierta y mientras sonaban los compases del himno nacional. En el altar mayor, el caudillo oró ante el Santísimo, y se rezó la 'Salve' de la Virgen de la Fuencisla, que para entonces ya lucía los galones de capitán general del Ejército español.
El baño de multitudes continuó frente al Ayuntamiento. El séquito del dictador entró en la Casa Consistorial acompañado del alcalde. En la Sala Blanca, Franco pudo sentarse durante algunos minutos, y allí se le hizo entrega de un juego de té de cerámica de Zuloaga, regalo que iba destinado a su esposa, ausente en la visita. Los actos oficiales continuaron en el salón de sesiones, donde el alcalde hizo efectiva la concesión de la Medalla de Oro de la ciudad. Curiosamente, el Ayuntamiento había decidido conceder a Franco tan alta distinción el día 17 de mayo de 1939, unas semanas después del final de la guerra civil. En el acuerdo municipal se especifica que la condecoración reflejaba «hasta qué punto Segovia aprecia los méritos que habéis contraído para con nuestra gran Patria española».
Los gritos de la muchedumbre llegaban desde fuera, y Franco no tardó en asomarse al balcón del Ayuntamiento para pronunciar un discurso plagado de alusiones a los enemigos de España y en el mismo tono que mantuvo hasta el final de sus días: «Si no podemos vivir mirando al exterior, viviremos mirando al interior», dijo el cabeza visible de una dictadura en ese momento aislada.
Franco concluyó su visita en la Academia de Artillería, donde se celebró un vino en su honor, y partió hacia Madrid en un tren especial que zarpó de la estación a las dos y media de la tarde. Ese convoy no era cualquier cosa, pues estaba compuesto por un coche salón, seis vagones, restaurante y otro salón de butacas.
La retórica del régimen y las muestras de adhesión que la prensa estaba obligada a demostrar al 'césar' dejaron en un segundo plano el verdadero objeto de la visita de Franco a Segovia, es decir, la electrificación de la línea férrea que llevaba en funcionamiento desde 1888. Unas semanas después, la revista 'Trenes', editada por la Renfe, dedicaba un publi-reportaje al paso fugaz del caudillo por la ciudad del Acueducto y a la electrificación del tren. 'Trenes' recuerda que la medida fue emprendida en unas circunstancias adversas, con una España sumida en la posguerra y rodeada de países en guerra: «No ha bastado la conjuración de todas las dificultades internas y externas -incluso los obstáculos de orden meteorológico- para impedir el normal desenvolvimiento de la electrificación ferroviaria española con sujeción al ritmo previsto, con una fidelidad ejecutiva resuelta en matemática exactitud». La propaganda subraya que la obra es la metáfora de una España que «vibra, canta, trabaja y ríe», pero la realidad era otra bien distinta.
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