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Imaginan vivir sin el teléfono móvil para comunicarse, sin redes sociales, sin un Google al que encomendar los interrogantes cotidianos, sin un frigorífico en el que conservar la comida, sin un transporte para desplazarse, sin lavadora, sin tiendas ni centros comerciales o sin un médico o una farmacia a los que acudir para aliviar un dolor? ¿Se ven caminando cada día kilómetros y kilómetros para poder comer? ¿Beberían de una charca para saciar la sed? ¿Dormirían al raso? ¿Vivirían así, cada jornada en un lugar inhóspito, habitado por animales salvajes, en un medio ignoto? No es un reality, sino la realidad que ha experimentado en primera persona Elvia Gómez Troya. Esta niña, con tal solo diez años y acompañada por su padre Fernando y su madre Paloma, ha cumplido su sueño. Viajar; rastrear como le ha instruido su padre; reconocer y seguir las huellas de animales que nunca había visto; indagar cada pista e indicio; identificar los sonidos de la naturaleza, y hallar al final una forma de vida «primitiva que es como entrar en el Paleolítico», explica el progenitor.
Esta familia con raíces segovianas cambió los villancicos por las risas de las hienas o los chasquidos y silbidos de los nativos; sustituyó los regalos navideños por un arco y unas flechas construidos especialmente para la niña por los anfitriones; renunció a los ágapes navideños para alimentarse con lo recolectado y lo cazado, ya fuera un gálago, un impal, un babuino, una tórtola, perdices o una tortuga. Un menú inspirado en el ritual de supervivencia que cada día celebran los hadzabe, quienes les han acogido en esta aventura.
Fernando Gómez, fundador del Servicio de Rastreo Profesional (Serafo), cuya trayectoria le ha llevado a más de una treintena de países y a formar a través de sus cursos a cientos de personas en esta disciplina tanto en España como fuera de las fronteras, destaca que Elvia es la «primera niña blanca que convive» con esta tribu nómada de Tanzania.
La pequeña rastreadora confiesa que la experiencia vital ha sido «fascinante e increíble». Parece mayor cuando relata con detalles, riqueza de vocabulario y madura fluidez las vivencias compartidas con los hadzabe y sus padres; pero su voz iluminada por la evocación de aquellos momentos delata su edad y su emoción infantil. «Me ha impactado en el corazón, ha sido muy especial porque ha sido muy duro; pero me siento muy afortunada de haber podido hacer este viaje con mis padres», subraya.
Su nombre de alguna manera ya la predestinaba. «La pusimos Elvia por su bisabuela [la abuela de Fernando], que significa perteneciente a las montañas y con los cabellos dorados», descifra el padre. Y es que la niña es tal cual, además de que fue la sierra de Guadarrama la que bendijo el proyecto de vida de esta familia. El progenitor, de cuna segoviana, se escapa siempre que puede a rastrear por estos lares. Esa pasión se la ha inculcado a Elvia prácticamente desde que nació.
«Estoy acostumbrada al rastreo. Lo considero como un superpoder que yo tengo con el que sé encontrar caminos en un bosque, o distinguir un pájaro de otro o saber cuando un estornino lleva unos gusanos para alimentar a sus crías. Tengo los sentidos adaptados», explica la niña. El 'superpoder' del rastreo lo entrena cada día y lo añade a las enseñanzas del colegio. Su padre precisa que Elvia ejercita unas rutinas que combinan el ejercicio físico con la fortaleza mental, una instrucción que complementa con otro tipo de formación específica para crecer como rastreadora en la que caben desde la geografía hasta el visionado de documentales en inglés para fomentar el conocimiento, alimentar la curiosidad y aprender otro idioma. La preparación también tiene su recompensa. «El dinero que me gano lo ahorro para volver a Tanzania», desvela la niña.
Antes de ser una más de los hadzabe, la familia convivió unos días con los masai. Elvia tuvo que adaptarse a las labores cotidianas de esta tribu. Ordeñó cabras, aprendió a guiar el ganado en busca de pastos o portó sobre su espalda pesados haces de leña. Luego, padres e hija se trasladaron a una zona remota de Tanzania. Tras varias horas de búsqueda consiguieron localizar a los hadzabe, una tribu nómada que les acogió durante casi una semana y cuya supervivencia depende únicamente de lo que les da la naturaleza. Son recolectores y sobre todo cazadores, y eso fue lo que más impactó a la pequeña rastreadora
Elvia relata el «cambio radical» de cultura y de modo de vida con respecto a lo que conoce y concluye que «con muy poco son muy felices». «Es lo que más me ha llamado la atención, que solo con el arco y las flechas y una piel donde sentarse están felices; te regalan de todo y ellos no tienen nada, pero sonríen y te transmiten esa felicidad», destaca Elvia.
Recuerda emocionada, por ejemplo, «los momentos cuando nos sentamos alrededor del fuego con ellos» o cuando el benjamín de tribu jugaba con ella. «Al final nos dimos un abrazo aunque casi no nos comunicábamos», apunta. Algunas palabras sueltas, como 'rafiki' ('amigo' en suajili) bastaron para sellar el afecto recíproco con los anfitriones. Su padre apostilla orgulloso que su hija «se ganó el respeto» de la etnia gracias a «su fortaleza y su carácter abierto».
La pequeña era la primera niña de piel blanca, además rubia y con ojos azules que entraba en contacto con esta etnia. La sorpresa y el cierto recelo que mostraron hacia ella al principio rápidamente se tornaron en confianza y camaradería. «La terminaron aceptando como uno más porque vieron que hacía lo mismo y vivía como ellos», alaba Fernando, quien añade que es habitual entre los hadzabe que las mujeres y los niños se queden en el poblado cuando el resto marcha de caza.
Sin embargo, «cada día salíamos con ellos y andábamos entre ocho y catorce kilómetros, con una sola cantimplora para los tres y sin comer durante a lo mejor ocho horas». Elvia admite que una de las vivencias más duras y que le hizo llorar fue cuando cazaron un pequeño gálago. «Fue un golpe en mi corazón porque es uno de mis animales favoritos», revela. También vivió la paciente y tensa vigilia del grupo de cazadores para apresar unos babuinos.
«Pasé miedo porque puede haber mambas negras, leopardos y el lugar estaba lleno de espinas... tenía que estar muy atenta a todo» en la oscuridad de la noche, en un medio hostil y agotada de la jornada. Elvia afirma que tuvo suerte en el reparto de las presas. De los dos babuinos que mataron los hadzabe, uno era adulto y el otro una cría más pequeña. «Ellos se comieron el grande que cazaron con una flecha untada de veneno y se lo tragaron, les dolió la tripa pero son muy duros», cuenta la niña. Su padre agrega es una etnia con una salud imponente pese al escaso aseo y la falta de higiene; pero su constante movimiento físico y su mentalidad les hace ser «rocas».
Otro día, la rastreadora comprobó la habilidad de la tribu para conseguir miel, un producto que intercambian con otra etnia para conseguir el metal que moldean para transformarlo en flechas. «Son muy listos; localizan un pájaros con el que se comunican con silbidos, le rastrean y el pájaro les indica dónde está la miel, la recogen y dejan el panal como recompensa para el pájaro», desvela Elvia otra de las enseñanzas extraídas de su convivencia. «Me sentí como en casa al cabo de los días y terminé haciendo hice bastantes amigos», concluye la niña.
Esta experiencia, en la que ha colaborado la empresa Rift Valley Expeditions, va más allá de la expedición, precisa el padre. Arguye que «para mi hija puede ser más peligroso el día a día aquí, con el estrés, las redes sociales, etcétera, que allí». La familia plasmará esta historia «sobre valores y respeto a otras culturas y formas de vida» en un cuento, el tercero de la serie 'Elvia la rastreadora'.
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Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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