Raúl Maroto no pudo salvar ninguna vida el 11 de marzo, su misión fue clasificar el dolor. Este bombero segoviano que entonces tenía 25 años pasó el día del peor atentado de la historia de España en el epicentro de la explosión, esos vagones destrozados ... de Atocha, sacando cadáveres –muchos de ellos por piezas– para depositarlos en sudarios. Dos compañeros con un fallecido en brazos y su móvil empieza a sonar. «Nos mirábamos, un silencio sepulcral». Llamadas que no se pueden contestar y escenas que no se olvidan. «Los carritos de los niños por ahí perdidos, te preguntas dónde estarán. Tienen toda una vida por delante, qué culpa tienen los pobres».
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Raúl llevaba dos años como bombero de la Comunidad de Madrid en Las Rozas, el parque en el que dos décadas después sigue atendiendo incidencias mundanas, los estragos del viento. Acabó ayudando al cuerpo municipal porque aquel día tenía horas prácticas para un módulo de emergencias, apoyando a una uvi móvil. Se presentó a las 8:00 en Galapagar, con música en el coche, nada de radio. Y se enteró cuando bajó del coche. «Ha habido un atentado, cambiaros rápido que nos vamos para allá». Tras esperar en la glorieta de Carlos V a que explosionara una segunda mochila, fueron a la calle Téllez, a escasos minutos de la estación de Atocha. Allí esperaba un tren con más de 60 fallecidos. «Un caos».
Se pusieron a disposición de los bomberos del Ayuntamiento. «Nuestra primera tarea fue tapar un poco la zona porque había ya mucha gente mirando y la verdad es que el espectáculo no era agradable». Utilizaron mantas para cubrir los cuerpos de las cámaras, de los vecinos. Habla del triaje –una labor que él no tuvo que hacer, pero que vivió– entre los heridos. «Había gente a la que no atiendes en primera instancia y cuando vuelves te la encuentras fallecida. Pero al final nos sobrepasa y no podemos estar en todos los lados».
Un día en que la realidad superó a la ficción. «Nosotros lo vivíamos como una película, no pensábamos en la magnitud que tenía. Esto no puede ser, es irreal». Desde primea hora hasta el anochecer, sin probar bocado, y no por falta de apoyo de vecinos o bares próximos. «La ciudadanía se volcó». Les pidieron llevar dos cadáveres en la ambulancia –uno en la camilla y otro en el asiento trasero– y dijeron que no. «Hay funerarias de camino. Estos chicos llevan ya mucha carga». Emprendió el viaje de regreso a San Cristóbal de Segovia. Allí esperaba su chica. «Sin ganas de hablar ni de poner la tele. Tratas de evadirte. Lo cuentas porque tienes que exteriorizarlo, pero quieres que pase».
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Fue la impotencia máxima para un bombero, sin nada que salvar. «Vas viendo que, dentro de tus limitaciones, has echado la mano que has podido». Su siguiente guardia en el parque fue un coloquio grupal con psicólogos. Pero no hubo tiempo para cicatrizar, pues le tocó ir de apoyo a Leganés el día después de la explosión en las viviendas que servían de refugio de los terroristas. «Nuestra función era desescombrar porque debajo había otra persona y creían que tenía un cinturón que estaba sin detonar».
Ellos eran la avanzadilla, con la policía científica detrás. «Nos dieron un curso acelerado de detonadores y goma dos. En cuanto veíamos cablecitos, levantábamos la mano, desalojaban y analizaban. Lo hacíamos de forma manual para no me mover nada y que saliésemos todos por los aires». Piedra a piedra con fragmentos del Corán, billetes y pertenencias varias. Hasta que encontraron al terrorista fallecido, sin cinturón. Ahí acabó una tarea que emocionalmente fue la réplica de un terremoto. «Lo revives, te vuelven todas las imágenes. No fue más duro, pero vas con más desconfianza». El terrorismo era entonces un enemigo probable. «No es que convivas con ello, pero sabes que el riesgo está».
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Para Raúl supuso un antes y un después. «Tú ves que en cuestión de minutos la vida te puede cambiar, tratas de valorar mucho más las cosas, vivir el presente. Ni dejar nada para el futuro ni vivir del pasado. E intentas inculcárselo a todos los que tienes alrededor». Y una lucha con la memoria, con aquellos carritos de bebé, con la vibración de los teléfonos. «Tratas de que esos recuerdos no vuelvan, pero al ver las imágenes es inevitable. Eso nunca se va a borrar. Mis padres tuvieron los periódicos, pero yo no quería ver ni un recorte ni los reportajes. Ahora ya lo asumes, pero revivir esa situación no era agradable. No voy a autofustigarme».
Para él, procesarlo fue aceptar lo que tenía enfrente. Por eso se dio este mensaje: «Has hecho lo que has podido, no te exijas más» ¿Si pudiese volver atrás, cambiaría la casualidad de esas prácticas? «Lo aceptaría otra vez. Pude ayudar a gente y eso es muy gratificante». Su relato es que aportó más de lo que pagó. «Mereció la pena. Siempre merece la pena».
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