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«Mi familia y mis amigos saben que no lo estoy pasando nada bien, que esto no ha acabado todavía, y hay una cosa que me mata: no saber. Acudes a los médicos buscando una respuesta, una salida, y te dicen que les cuentes tú a ellos, que tu enfermedad no tiene antecedentes. Conozco personas que después estuvieron muchísimo peor que yo, pero las veo por la calle y están bien. Yo no estoy bien. Soy un hombre de 47 años en un cuerpo de 67».
Pablo Martín fue uno de los primeros enfermos de covid en la segoviana villa de Riaza («el primer caso conocido, seguro»). Enfermó el 10 de marzo, pasó cuatro días angustiosos e interminables en el hospital Puerta de Hierro, de Madrid, y puede decir que todavía no ha superado la enfermedad, pues le han quedado secuelas severas: tiene un bronquio cerrado, cicatrices en los pulmones y ha perdido capacidad pulmonar. «También me duele mucho la cabeza y tengo una fatiga constante, crónica, un malestar general y un miedo dentro de mí que no se va», afirma.
A todo ello se añaden los problemas psicológicos derivados de la situación que presenció en las Urgencias del Puerta de Hierro el mismo día que ingresó, una semana después de caer enfermo: «Es lo que más me ha afectado. Allí pasé quince horas y vi lo que en mi puñetera vida había visto y espero no volver a ver. Me pusieron oxígeno y me metieron en una habitación de treinta o cuarenta metros cuadrados en la que había entre ochenta y cien personas. Apenas había sillas y la gente estaba de pie o en el suelo. Miraba a mi alrededor y veía a ancianos que no sabía si estaban vivos o muertos, no me atrevía a preguntar a nadie, no hablábamos entre nosotros. Recuerdo una pareja de mayores; no sé cuántas horas llevarían allí, cuando llegué ya estaban y cuando me fui seguían. Creo que mucha gente se estaba muriendo. Es lo que alguna vez han emitido por televisión, pero a lo bestia. No puedo decir otra cosa».
Pablo ingresó en el Puerta de Hierro el 18 de marzo con neumonía bilateral. Llegó deshecho, con quince kilos menos después de una semana en casa a paracetamol y preso de vómitos, diarreas y fiebres altas. «Había entrado en una espiral terrible. Ya en casa estaba como un anciano de 90 años en la cama, sin poder moverme. Por María, mi hermana, que trabaja en el Puerta de Hierro, me llevaron a Madrid. No conseguía que me ingresaran en el Hospital de Segovia y yo sentía que me estaba muriendo», recuerda. Después de cuatro jornadas, lo enviaron a casa en cuanto lo estabilizaron porque la situación del hospital era la que era: «Me pusieron medicación y consiguieron estabilizarme. Me ofrecieron la posibilidad de trasladarme a un hotel medicalizado (entonces todavía no habían acondicionado el Ifema), pero yo solo quería volver a Riaza. Quería morirme en Riaza y así se lo hice saber a mi hermana. Ella negaba que me fuera a morir». No duda este riazano, de profesión carpintero, que aquellos cuatro días hospitalizado fueron los peores de su vida: «Las pocas veces que podía levantarme y sentarme, veía pasar los cuerpos en las camillas, con la cara tapada, y por las noches oía llorar a los médicos y las enfermeras. Si no puedes dormir y las personas que te tienen que cuidar están llorando de impotencia..., no puedes más».
De nuevo en Riaza, Pablo empezó a mejorar. Le dieron el alta a finales de abril, pero no tenía cuerpo para trabajar. «No podía ponerme de pie. El confinamiento tampoco me ayudaba para coger fuerza. Relativamente, fui mejorando. Retomé la tarea en el taller, bajaba, estaba dos horas, volvía a subirme a casa y así», cuenta. Pero aquello no había acabado. A mediados de julio se produjo una vuelta atrás de la que todavía no ha salido. «Un día, montando en bicicleta, empecé a tener problemas para respirar. Me quedaba sin respiración. Notaba que los pulmones me estaban colapsando. Intentaba respirar y no lo conseguía. Me bajé, me senté, me tumbé y poco a poco empecé a encontrarme mejor. Desde entonces, esto me ha ocurrido varias veces. Tengo un bronquio cerrado, la neumonía me dejó los pulmones con cicatrices y he perdido capacidad pulmonar», explica. La angustia que Pablo siente es enorme. Él necesita estar al cien por cien para desempeñar su tarea. «Era una persona sana, no tenía patologías previas. No fumo, no bebo (solo cerveza, y ahora tampoco porque me sienta mal...). Mido 1,82, pesaba 90 kilos, físicamente me encontraba bien. No tenía problema para levantar una puerta de 35 kilos y ahora es como si me pesara 60», se queja.
La cabeza tampoco descansa con facilidad. «Tengo mucho miedo y siento mucha rabia cuando veo por televisión lo que se habla; me pone de muy mala leche ver a los políticos discutir sobre algo que no conocen. Que te vengan a decir que si abren o cierran por Navidad... Reconozco que lo que siento es un mosqueo crónico, pero no puedo soportar que estemos dando vueltas a cosas sin importancia. ¿Qué significa la Navidad, diez mil muertos más en España? ¿Estamos tontos o qué? No me parece ni medio normal que estemos preocupándonos de si nos vemos o no en Navidad teniendo en cuenta lo que nos puede estar esperando en enero. En esta segunda ola hemos tenido menos cabeza que en la primera, aunque parece que el virus ha estado más atenuado», reflexiona Pablo Martín, partidario de vacunarse en cuanto pueda. Mientras eso llega, sigue con las pruebas, las placas... y el trabajo: «Soy autónomo y no puedo parar. En el mes de abril seguí pagando y no ingresé un duro. Tampoco he recibido ayuda alguna. Es verdad que este verano el negocio se ha dado bien porque ha habido muchas reformas en los pueblos. Tengo dos hijos y ganar dinero para comer también es importante».
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