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El pasado 7 de mayo, el Unami descendió tras 16 años en Segunda y Cris de Andrés no lloró. «Fue un proceso de muerte prolongada. Es algo que vengo asimilando, me ha costado muchísimas lágrimas». Las había gastado todas, el luto a una vida de fútbol sala vestida de azul, la generación que decidió hundirse en el Titanic con el violín porque su compañerismo no tenía fin, algo que transmite ahora en Segosala sin la presión del comensal que sabe que sin él no hay cena. «Éramos pocas y cada una asumía más responsabilidad. Como era muy nuestro, no queríamos que llegara el final. Me he quitado una mochila emocional de encima, aquí estoy para jugar, para intentar ayudar. Me da mucha pena que mis compañeras no puedan sentir esa reconciliación».
La relación de Cris, de 33 años, con el balón se remonta a 2003. Con Sofía Sáez en el recién creado filial del Unami de fútbol sala, con César Arcones como entrenador. A sus 13 años subía con el equipo senior –debutó con esa edad en Regional–, pero jugaba en un equipo de chicas que competía en una liga eminentemente masculina. «Cuando perdías, todo muy bien. Pero cuando ganabas, los padres te llamaban muchas cosas menos bonita».
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El bloque de las Azules empezó con Guti, Lau –la portera que sigue siendo su compañera– Vane o Carmen y creó una cultura. «Nos acogían y nos enseñaban valores que hemos ido transmitiendo. El esfuerzo y sacrificio por las compañeras por encima de todo. Por eso éramos algo más que un equipo». La familia azul no era un lema de cara a la galería. Cris explica el auge de ese bloque por esa idea, las porteras y la dirección de Luis Martín como entrenador. «Era muy metódico. Nos enseñaba cuatro cosas muy sencillas y terminábamos haciéndolas con los ojos cerrados. Esa unión hace que te creas que puedes conseguir un poquito más y dábamos la vuelta a resultados que parecían imposibles».
Y se quedaron en 2016 a un gol del ascenso a Primera. «Para muchas ha sido el momento más bonito de nuestra trayectoria, por todas las risas que pasamos hasta llegar ahí». Pasan los años y siguen saliendo lágrimas, de alegría, con las imágenes. Fue un punto de inflexión para un grupo que perdió a piezas importantes por circunstancias personales. El paso de los años marcó una lucha contra el tiempo, un lento declive en busca de una generación de relevo que no llegó. «Era seguir a toda costa por todo lo bonito que nos unía, pero era muy difícil conseguir gente. Y paralelamente Segosala hizo un proyecto más a largo plazo. Sabíamos que iba a tener un final».
Esos veranos de dudas que terminaban en un año más. «Cuando llegaba el final de temporada siempre venían los miedos y la tristeza, ese pensar que podían ser los últimos días. No sé si fue bueno o no que se alargara porque al final ha terminado en un descenso, pero tenemos la conciencia muy tranquila de no haber podido hacer más». Con cuatro jugadoras que se habían comprometido a dejarlo, la temporada pasada iba a ser la última «al 99 por ciento», aunque hubieran mantenido la categoría.
Pero fue un punto y seguido. «Me daba mucha pena terminar de aquella manera. Me había hecho disfrutar, pero últimamente me generaba mucho sufrimiento». Hubo conversaciones con clubes de Segunda, pero su mejor opción era Segosala, así que habló con su entrenador, Agustín Pérez. En un primer momento, surgió la opción de jugar con el filial en Regional. «Quizás era un poco egoísta, pero no sabía si me iba a llenar». Siempre sincero, la única oferta del técnico era la pretemporada «e ir viendo sobre la marcha». Suficiente para ella. «Si es que no, lo he intentado. Y mira, aquí estamos».
De azul, Cris veía el «descaro» del Segosala, el club destinado a superarlas. «Venían pisando muy fuerte, me daban envidia sana». Una vez de rojiblanco, pone en valor la madurez de sus compañeras pese a su bisoñez, el sacrificio y la tranquilidad de ocupar los puestos altos tras años de sufrir en la zona baja. «Ojalá pueda transmitir a un grupo tan joven que la unión vale más que muchos entrenamientos». Como superviviente de las Azules, representa esa idea, aunque sea en la distancia. «Me da mucha pena no poderlo compartir con gente a la que quiero tanto». Tiene en la grada a amigas como Rocío, que logró despedirse en la pista tras una grave lesión de rodilla. Su tocaya Carré siguió sus pasos y juega en el Segosala de Regional.
La enfermera que hacía encaje de bolillos para no faltar a un entrenamiento puede ahora ir a un congreso sin que se acabe el mundo. «Pedía favores que me daba hasta vergüenza. Pero claro, faltar una de nosotras sin estar lesionada…» No planea jugar hasta los 42 años como Laura Llorente –a la que no descarta 'engañar' para un último regreso–, pero quizás pueda culminar con Segosala lo que tan cerca tuvo con Unami y jugar en Primera. «Este año lo veo difícil porque el talonario se nota mucho, pero hay un potencial tremendo. En un corto periodo de tiempo, tres años como mucho, se puede dar».
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