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Juan José Arranz, en el centro, junto a Alicia España, su mujer, y Leonel España, su cuñado, en su obrador. Juan Cuéllar Lázaro
Un romántico del pan contra la despoblación

Un romántico del pan contra la despoblación

Juan José Arranz sostiene en pérdidas su negocio de Fuentesaúco de Fuentidueña, que reparte puerta por puerta en ocho pueblos

Lunes, 30 de octubre 2023, 09:52

Fuentesaúco de Fuentidueña, que hoy supera con apuros los 200 habitantes, llegó a tener tres panaderías. La leyenda dice que cocían 500 kilos de pan al día cada uno. «Manda narices», recuerda con envidia Juan José Arranz, que sostiene en pérdidas la única panadería que queda y apenas cuece 60 kilos diarios, 25 veces menos. Un romántico del pan contra la matemática de la despoblación que sigue repartiendo puerta por puerta, empapando cazadoras entre la lluvia hasta que los vecinos abren, adentrándose en carreteras peliagudas hasta con nieve.

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Nieto de molineros que derivaron en panaderos, Juanjo, de 64 años, es la cuarta generación entre barras, una tarea que asumió a los 16 años. «Al salir del servicio militar decidí quedarme aquí porque me gusta la vida del pueblo». Una época de mucho consumo, de pastores que compraban hogazas de kilo y las compartían con los perros —ahora hace una o dos al día y por encargo—, un producto artesano que su padre amasaba a puño.

Lo sigue pesando y embolando a mano, quizás por eso tiene epicondilitis —codo de tenista— en ambos brazos. Y dos prótesis de cadera que le pusieron en cuatro meses. Le dijo al cirujano: «¿Esto no será de jugar al mus?» El precio por cargar tantos sacos de harina, aquellos que pesaban 50 kilos.

Los años mozos aguantaron hasta los 90. También poco después, pero ya tocaba transportar más pan a los pueblos para cuadrar cuentas. Hoy lleva ocho pueblos y «ninguno llega a los 30 habitantes». El viernes tocó Calabazas, Aldeasoña, Laguna, El Vivar. «Entre los cuatro estoy vendiendo una media de 50 o 55 piezas». Adrados, Fuentepiñel, Torrecilla y Fuente el Olmo completan la ruta. Y casi pide perdón por ir cada dos días –una ruta la hace él y otra su cuñado– para un pan que incluso mejora al día siguiente.

«Es puerta por puerta, callejeo. Hace años era más fácil, pero ahora pitas y tienes que tener una paciencia terrible». Menos clientes y más lentos porque cada vez son más mayores. Una rutina que no interrumpe cuando hay 40 centímetros de nieve. «Y yo voy con el pan». Y hace una pausa significativa, asombrándose a sí mismo. «Dejar el coche en la ladera, echar el pan en un saco y con las botas puerta por puerta. Es jodido, pero es lo que hemos hecho toda la vida».

Alguien que ha empezado a trabajar a las 11 de la noche y que ahora se levanta a eso de las cinco. «Para lo que hay que hacer… Me siento absolutamente desmotivado». En Fuentesaúco de Fuentidueña vende otro medio centenar de piezas. Unos números pírricos que han agudizado la pandemia. «El que no está en la residencia está en el cementerio, se nos ha caído el negocio del golpe. Igual que a mí, a muchos panaderos pequeños». Y esos son sus consumidores. «Todavía tengo algún señor viudo que se arrea medio kilo para dos días».

Juanjo está en pérdidas y tira de sus ahorros anteriores para llegar el año que viene a la jubilación. En verano gana dinero —las semanas culturales, las meriendas de los jóvenes— pero el balance anual es negativo. «Tengo menos dinero que el año pasado. Y el pasado, menos que el anterior».

Dejará el negocio en manos de su mujer y su cuñado con la esperanza de que puedan cubrir gastos y cotizar unos años más. Pero la fecha de caducidad es inevitable. «Llegará una panificadora, dejará una cesta y adiós». Para desdicha de esas mujeres mayores que le dicen: «Hijo, acércamelo». En esos pueblos donde, lamenta, ya no hay nada. «A los que hablan de la España vaciada les enseñaba yo esto».

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