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«Bajamos del coche. Uno de los fascistas me apartó hasta cerca de la capilla. Transcurrieron unos segundos, que podían ser los últimos de mi vida. Mi respiración se cortó por dejar paso a una esperanza. Más que yo era la obscuridad la que temblaba de emoción. Pedían el 'carnet' al otro camarada. ¡No tengo carnet!, contestaba. Se oyeron varias detonaciones que le hicieron a quemarropa. ¡Nuestro compañero caía muerto para siempre! Al mismo tiempo el fascista que me había tocado en suerte (un 'chori' de Valladolid) –que por robarme y apartarme del grupo, para quedarse con el botín, no me pudo herir– me quitaba el reloj de pulsera y la cartera del dinero. ¡Se disponía a matarme! No aguardé más. Que me disparara corriendo, corriendo mucho, pero no quieto, sin mirar una posible salvación... Me dispararía a los nueve metros, aproximadamente. Caí al suelo, como si el tiro me hubiera atravesado las espaldas. Pero había sido la impresión. Me incorporé rápidamente. Me tiré cuestas abajo, magullándome el cuerpo. Atravesé una alambrada, desgarrándome la ropa. Llegué a la carretera. No había nadie. Corté en ángulo montes arriba y no paré hasta llegar a la altura, donde en una fuente limpié un hilillo de sangre que me corría por la boca... ¡Provisionalmente me había salvado!».
Es el testimonio que Alejandro de Frutos Yagüe (1913-1984) escribió en 1937, pocos meses después de haber escapado de la muerte junto a los muros del cementerio de Segovia, adonde una noche lo condujeron unos falangistas, junto a otro detenido, con el objetivo de asesinarlos. Al primero lo mataron a quemarropa; Alejandro corrió y salvó el pellejo. El tiro no le dio. Campo a través, cruzó la sierra de Guadarrama y llegó a Madrid, donde pudo enrolarse en las Milicias Segovianas.
De Frutos, maestro de profesión, militante de Izquierda Republicana, plasmó aquellas fatídicas horas en un folleto, bajo el título 'Tormento de Castilla', que ochenta y seis años después han rescatado los investigadores y maestros Carlos de Dueñas Díaz y Aurelio Quintanilla Fisac. Lo encontraron por pura serendipia y lo han reeditado, contextualizado, gracias al interés y el apoyo de la editorial La Uña Rota.
«Que sepamos, solo hay un ejemplar original y está en la Universidad de San Diego, en California. Pero primero llegamos a una copia, en microficha, existente en la Universidad de Toronto. Fue por casualidad, después de múltiples búsquedas de información, siempre relacionadas con la educación en la época de la República», cuenta De Dueñas.
La historia de Alejandro de Frutos, segoviano nacido en Torre Val de San Pedro, conmueve. Y es la misma de tantos que no pudieron contarla porque sus verdugos no erraron en el tiro final. «Alejandro desvela la historia que nunca nos han contado y que, en estos momentos, a pesar de todas las leyes, siguen sin querer contarnos», observa Aurelio Quintanilla. «Es un documento que no sale a la luz de forma natural, ni siquiera por reconocimiento histórico. Es un testimonio que ha sido silenciado, porque Alejandro de Frutos fue ejecutado de forma fallida, después condenado a treinta años de cárcel, al más absoluto de los ostracismos y a la negación de su propia esencia, de su propio ser y de su propia vida. Esto ha sido una casualidad y como él habrá millares de los que no se sepa nada, tantas personas que el régimen, que ahora tanto se venera en este país, persiguió hasta el final, cometiendo con ellos todo tipo de tropelías», añade De Dueñas.
Alejandro de Frutos no se ciñe a contar cómo escapó de la muerte aquella noche de agosto del 36 junto a las tapias del cementerio de Segovia. También refleja muy bien la atmósfera asfixiante y moralmente corrompida de los días que siguieron al golpe de Estado. El maestro fue detenido en plena Calle Real y conducido a las dependencias de Falange, en los Huertos, donde se le obligó a ingerir aceite de ricino. «Lo pasearon por las calles, dándole golpes y culatazos, para escarnio público. El aceite de ricino causa unas diarreas espantosas. Buscaban la humillación física, del propio cuerpo, y después ideológica, porque, en ese paseo urbano, el detenido tenía que ir gritando ¡arriba España! o ¡muera Azaña!, según le pidieran», cuenta Quintanilla.
Los vecinos que miraban participaban del vituperio. «Era un ambiente incubado desde el mismo momento en que se proclamó la II República. Las 'fuerzas vivas' de la ciudad estuvieron involucradas en el golpe de Estado, a muy alto nivel. La Iglesia también fue especialmente combativa con la obra republicana, con el obispo Pérez Platero a la cabeza. No es sorprendente que un sector amplio de la ciudad participara de aquello como una juerga. Era una fiesta para ellos», señala Carlos de Dueñas.
Después de detenido y humillado, unos falangistas trasladaron a Alejandro y a otro camarada al cementerio. «No fue un pelotón de ejecución porque los pelotones de ejecución no se formaban para ejecutar a todas las personas a las que se condenaba sin proceso alguno. Les pegaban el tiro de gracia o les aplicaban la ley de fugas. No sé hasta qué punto lo de Alejandro de Frutos pudo ser eso, una aplicación de la ley de fugas», añade.
De la vida posterior de Alejandro se sabe que se casó en 1946 y poco más. Los autores no han podido localizar descendencia alguna. Murió en 1984, con setenta años cumplidos, lo cual quiere decir que asistió al final del franquismo y al proceso de Transición a la democracia que tantas lagunas y olvidos intencionados dejó.
La Uña Rota ha reeditado el folleto del maestro segoviano contando con los textos y las investigaciones de Carlos de Dueñas y Aurelio Quintanilla. Era preciso contextualizar la época, aportar un trazo biográfico de Alejandro de Frutos y de las personas que él cita en su testimonio, algunas de infausto recuerdo para la memoria local, pese a que han tenido calles dedicadas hasta hace muy pocos años. El libro se completa con los artículos que Alejandro de Frutos publicó en el periódico local 'Heraldo Segoviano' entre 1935 y 1936, lo que permite conocerlo un poco mejor.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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