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Lino Calle rompe la media de edad del pueblo más joven de España, pero es historia viva, un 'rojo' clandestino convertido en diplomático con la llegada de la democracia, alguien que vio cómo Hontanares de Eresma cambiaba las eras por chalés. «Mi pueblo ya no ... es mi pueblo». Lo resumió con brillantez en unas líneas escritas hace unos años. «Ya no vienen los gallegos a segar, solo ruidosas máquinas; ya no se duerme en la era ni se guarda el melonar y las mozas de mi pueblo no van al río a lavar». Pero vive con orgullo entre jovenzuelos. «Lo que pasa es que como cada uno es de su padre y de su madre no nos conocemos». Conduce, escribe y toma sus vinitos a los 88 años. «He sido un tipo con mucha suerte».
Lino nació el 9 de octubre de 1936, el mismo día que una avioneta tiró una pequeña bomba que mató a un niño de cuatro años que iba montado en un burro al lado de su abuelo. Es el tercero de siete hermanos y todos viven. Su padre estaba en África como cocinero. «No pegó ni un tiro. Se pasó tres años cocinando para oficiales y llegó a ser sargento». Perdió los galones, pero se pasó a la Guardia Civil y comenzó el éxodo provincial de la familia, primero a Martín Muñoz de las Posadas y luego a San Cristóbal de la Vega.
Aprendió a «juntar las letras» en un cuartel y cuando fue al colegio, don Hipólito, un profesor salmantino, le mandó escribir en el encerado —puso España con minúscula— y le distinguió: «Poneros una fila para atrás, el que más sabe tiene que estar el primero». Así arruinó su infancia. «Me echó en contra a todos los niños, lo pasé muy mal. Eso que llaman ahora bullying lo sufrí yo, pero bien». Hontanares era el pueblo de las vacaciones. «Aprendí a nadar en un bodón del río».
Hasta que trasladaron a su padre a Cataluña ante la falta de salidas laborales en Segovia para tanto hijo. «Al día siguiente de llegar a Igualada, había trabajo para mis dos hermanas y para mí». El textil. Le hicieron enlace sindical por inofensivo. «Como era hijo de un guardia, decían, a este no le pasa nada».
Tenía familia exiliada y no tardó en asociarse con socialistas y comunistas. Y pidió el finiquito cuando su jefe le dijo que tenía una inteligencia de mosquito: «¡Yo le he contratado para que trabaje para mí, no para los trabajadores!» Así viajó a Francia y se sumó a la lucha contra la dictadura, pasando dinero desde la frontera a sus compañeros; financiando, por ejemplo, las revueltas mineras asturianas. Hasta que su tapadera de comercial olió a chamusquina y le dijeron: «Tú no puedes volver a España porque te van a pillar».
Se casó con una francesa, la madre de sus hijos, con la que se marchó a Holanda: allí empezó en una fábrica de fundición y se convirtió en un respetado periodista radiofónico dentro del Partido Socialista. El consulado le quitó el pasaporte cuando fue a renovarlo «por antiespañol».
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Tras la muerte de Franco, volvió a Segovia como candidato al Senado, pero regresó al norte. Hasta que le llamó Joaquín Almunia —entonces ministro de trabajo del segundo Gobierno de Felipe González— porque necesitaban diplomáticos de nueva generación. Le ofrecieron Arabia Saudí o Estocolmo y se fue a los países nórdicos. A los tres años, le mandaron a Costa Rica. Tres años más y basta: «¡Yo no quiero estar más por ahí!»
Y volvió en 1991 a los orígenes, al pueblo que entonces seguía siendo su pueblo. Encontró acomodo en el INEM, organizando los cursos de formación profesional. Participó en el diseño de la bandera municipal: el caño, los chopos, el río y el color verde de un pueblo agrícola.
En el vuelo de vuelta de Costa Rica se encontró en una revista de Iberia dedicada a Segovia que la primera obra del Juan Bravo fue 'La alcaldesa de Hontanares', en 1918. Hurgando, halló un ejemplar y reconoció una jota que cantaba su madre. Así que buscó la casa donde la compuso Rincón Lazcano y rescató el piano original de los escombros. Un lugar con historia, como él.
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