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Rómulo conserva la maleta con la que recorrió la frontera entre Venezuela y Colombia en febrero del año pasado: 18 kilómetros que borraron las ruedas. Su familia estuvo 24 horas sin luz, las últimas en Venezuela, así que hizo el equipaje a oscuras y despidió a sus seres queridos, un momento tan traumático que no es capaz de relatarlo 16 meses después. Ousmane Mohamed se sube en Nadur a la embarcación improvisada que debe llevarle a Motril. Lleva encima los 4.270 kilómetros que le separan de su Guinea natal, de su padre encarcelado y de su madre, que se niega a que comparta la misma suerte. Partió sin mochila, apenas lleva un abrigo para sobrevivir una noche de junio en el Mediterráneo. Está acompañado de 50 personas de diferentes lugares de África, entre ellas una mujer embarazada. Ha pasado un año de aquella noche, pero el miedo que pasó no se narra con palabras. El mar, al que ha cogido tirria, representa como nada ese pavor. Sus testimonios reflejan la odisea de cientos de miles de personas que huyen de países acosados por la guerra y la opresión.
El volumen ingente de refugiados ha empezado a poner en jaque las estructuras de Segovia para acogerlos y ofrecer la cuidada atención que requieren personas que han vivido un drama personal mayúsculo. La cercanía con Madrid aumenta el número de solicitantes de protección internacional y marca una tendencia al alza ante la que los agentes sociales responden con recursos insuficientes. En Segovia hubo el año pasado 148 peticiones de asilo, más del doble (un 117%) que las 68 del año anterior, informa el Ministerio del Interior. Una tendencia que supera el aumento a nivel nacional, donde las solicitudes han pasado de 31.700 a 55.000 (un 73%). Aunque no haya registros provinciales de 2019, el dato nacional de mayo a junio (46.596) ya roza el total del año pasado, unas cifras que se traducen en un auténtico reto para el tejido asistencial de la provincia.
¿Está Segovia desbordada? «Se han duplicado las solicitudes. A diario hay muchas personas, sí», resume la responsable de Accem, Marta Arboelda. Su grupo recibe al día a una media de una unidad familiar y una persona sola. Su organización gestiona desde otoño de 2017 el sistema de acogida a solicitantes y beneficiarios de protección internacional en Segovia y es la encargada en Castilla y León de la conocida como fase cero. Esto les convierte en la puerta de entrada del sistema de acogida. Su trabajo es hacer una valoración inicial y explicar al solicitante en qué consiste su programa o cómo conseguir la protección internacional en la Comisaria, trámite imprescindible para solicitar asilo. «Evaluamos cada caso y hacemos todas las diligencias administrativas», explica Arboleda. En la mayoría de los casos, el Ministerio de Trabajo, Migraciones y Seguridad Social deriva a los solicitantes a otras ciudades. Aceptar ese tránsito es uno de los requisitos del programa.
Partió de Coro, la capital del estado de Falcón, rumbo a Maracaibo, un viaje de unas cuatro horas en coche. De allí fue a La Trocha para pasar la frontera. Tuvo que pagar a un intermediario para cruzar el país, con el riesgo que supone. «Te pueden robar o poner a pasar droga de un lado a otro» Y se amontonan en su cabeza los recuerdos, su eterno caminar por asfalto y tierra. Huyendo de lo que más quería porque era su única respuesta a las circunstancias. Rómulo era coordinador universitario de un programa de educación física y convivió con presiones para impartir doctrina política a favor del gobierno. Surgieron colectivos de estudiantes que no iban a sus clases a aprender, sino a vigilar si cumplía con lo exigido. «Iban a sabotear y hasta llegaron a partirme la camioneta». Vivía con su esposa Mariana, médico; ambos tienen 30 años. «Era una situación engorrosa. Yo me formé para ver a personas indistintamente de su raza, religión o tinte político. Como trabajaba en salud pública, debía ir a marchas oficialistas y no me parecía lo adecuado», explica ella. La asistencia a marchas debía también subir la nota a los alumnos de su marido.
La integridad le valió a Rómulo la etiqueta de escuálido –esquirol– y estuvo tres meses sin cobrar. «Yo les dije que ponía mi cargo a la orden, pero me iba a los medios de comunicación a decir por qué». Su nombre salió en reuniones entre universidades, policías y fieles al Gobierno en busca de depurar disidentes. La caza de brujas que él define minuciosamente redujo su margen de maniobra cuando un conocido le informó del riesgo que corría. «Yo no quería salir, de verdad que no. Me sentía querido y no creía que pudiera pasarme nada. Y estuve renuente hasta el final. El éxodo migratorio que vive hoy el pueblo venezolano está provocado por la opresión y la miseria. Uno no viene aquí de vacaciones; el emigrante es muy vulnerable, sobre todo la mujer, que acepta condiciones denigrantes por pasar la frontera». Su padre vendió el coche, le dio dinero y le pidió que se fuera. Superado el trance fronterizo, llegó a Cúcuta y voló a España desde Medellín el 28 de febrero del año pasado. Entró con 400 dólares –unos 350 euros– para compartir habitación en Galapagar y buscar trabajo. Iba a Plaza Elíptica a trabajar por día en lo que saliera, ya fuera mudanzas o albañilería. No pudo pagar a la casera, que le retuvo su macuto; solo pudo sacarlo cuando ella se fue de la casa. Se marchó a trabajar en una finca a Toledo; allí pudo costear los billetes –unos 1.400 euros– para su mujer y su hija, que ahora tiene seis años.
Rómulo se reagrupó con su familia en Madrid, inició su proceso de petición de asilo y se marchaba todos los días a Plaza Elíptica para poder comprar comida. Calcula unos 40 o 50 euros por un día extenuante de trabajo. «Era una pelea de 100 o 200 personas para tomar un trabajo. No había ni que preguntar para qué era. Llegaba el carro, abría la puerta y te montabas». Desde subir cajas de cerámica a un quinto piso a subir vidrios blindados de oficina a un noveno, de nueve de la mañana a ocho de la noche. Y un recado del jefe: si se parte una esquinita del vidrio, no te pago ninguno.
La familia venezolana llegó a Segovia el 25 de septiembre bajo el paraguas de Acccem. Aunque Rómulo extraña mucho el mar y pasa frío, se sienten muy acogidos. Sus males de espalda se curaron en una semana en una simple cama ordinaria, aprovechando una gripe que le estaba esperando cuando al fin se relajó. Compartieron piso con una pareja latinoamericana y con otra palestina con la que mejoraron su inglés. Empezó su reciclaje laboral; él cursó fontanería y ella la atención a personas dependientes. Reputados profesionales en Venezuela, piden agilizar la homologación de sus títulos y que España aproveche el talento foráneo. Están aún a la espera de trabajar y aumentar su autonomía.
Venezuela supone más de un tercio de las peticiones de 2018 a nivel nacional, seguida de Colombia, Siria, Honduras, Palestina, Argelia y El Salvador. Hay circunstancias familiares de todo tipo y la atención es individualizada. Accem tiene catorce empleados entre trabajadores sociales, educadores, un psicólogo clínico, una abogada especializada un profesor de español o un insertor laboral.
Superado el filtro inicial, hay una fase de acogida, de tres a seis meses, en la que se da al solicitante alojamiento, manutención, dinero en efectivo, ayudas sanitarias y educativas. Una vez que cumplen con los objetivos de su itinerario individualizado de inserción –fundamentalmente idioma y trabajo– pasan a una segunda fase, la de integración, en la que se aumenta su independencia y ellos mismos alquilan a su nombre el piso, aunque reciban ayuda en la búsqueda o una manutención para ayudas sanitarias o educativas. El objetivo es llegar a una fase de autonomía en la que se valgan por sus propios medios. El programa dura entre 18 y 24 meses; en el año y medio que lleva Accem en Segovia no ha sido aún resuelta ninguna de las peticiones.
Una vez superada la fase de evaluación, Accem y Cruz Roja se encargan de las siguientes etapas mediante un programa financiado por el ministerio. En la primera fase de acogida cuentan con 36 plazas y en la segunda, la más extensa, superan el centenar. «La fase cero debería ser solamente un mes, lo que pasa es que ahora hay gente que está más tiempo», explica la coordinadora del programa de solicitud de protección internacional de Cruz Roja en Segovia, Jennifer Peñas. El ministerio 'reserva' una plaza en una aplicación de la organización cuando hay plazas libres.
Ousmane, de 23 años, vivía en Conakri, la capital. Su padre era soldado, servía al expresidente Lansana Conté –fallecido en 2008– y fue encarcelado en 2011 por el nuevo líder, Alpha Condé, que le acusa de querer urdir un asesinato contra él. Vivía con su familia y trabajaba en una gasolinera. Cuando su padre fue condenado a cadena perpetua, su hijo inició un comité ciudadano para defender sus derechos políticos. El presidente ha indultado a otros represaliados, pero su padre sigue en prisión. El grupo ha mandado una carta pidiendo su excarcelación sin suerte. Sus movilizaciones, con mensajes en radio o televisión, le señalaron como enemigo y llegaron amenazas de la guardia presidencial por teléfono, incluso a su madre. «Si no se calla, le matamos». Un general amigo de su padre, que también pasó por la cárcel, gestionó su salida del país: 50.000 euros por otro soldado intermediario que le ayudase a pasar la frontera con Malí. El dinero debía cubrir la ruta hasta Francia, donde le esperaría su hermano. Aquel soldado le presentó entonces a un árabe que debía llevarle a Nador, al norte de Marruecos, un viaje por carretera de más de 4.000 kilómetros, que completó en una semana, viajando siempre de noche. Desde allí a Motril, la noche más larga de su vida. Este guineano agradece una y otra vez la labor de Salvamento Marítimo para ponerles a salvo. «Sin ellos, no estaría aquí». Explicó allí su historia, su relación con su hermano y aceptó quedarse en España. «Me daba igual, yo solo buscaba protección». Durmió una noche en Motril, pidió la protección internacional y se marchó a Granada. Sin hablar apenas español, llegó a la estación de autobuses y empezó a preguntar por la persona que debía recogerle. Pidió la ubicación de la Comisaria y los agentes llamaron a su abogado. «Muy bien, buena idea», le dijeron.
Él recuerda a Casandra, la trabajadora de Cruz Roja a la que suplicó quedarse en Granada y que le dijo desde un primer momento que no sabían dónde acabaría. Lo primero que preguntó al escuchar Segovia fue: «¿Hace frío?». Así que cuando le hablaron de nieve torció el gesto. Llegó el 5 de octubre, después de descubrir en Madrid cómo se iba de Atocha a Chamartín. «Si veo un policía, le paro siempre para preguntar». El equipo de Cruz Roja le alojó en un piso compartido en Nueva Segovia con otra familia.
Ousmane se muestra agradecido por «la montaña de dinero» que le han dado. Tan responsable como maduro, le da pudor gastarse más de 20 euros en una cazadora o que su cuota de gimnasio incluya un servicio de piscina que no usa. Él ha cumplido su parte formándose y aprendiendo el idioma. En menos de un año, ha alcanzando el nivel básico A2 y empezó a trabajar la semana pasada con una empresa de construcción. Su adaptación es plena y juega al fútbol con compañeros de otras nacionalidades. Gracias a sus avances, ha pasado a una fase más independiente y vive en otro piso elegido por él.
Su hermano vino a verle desde Francia en febrero y le pidió que dejara de luchar contra el estado africano. «He corrido mucho riesgo para venir aquí, siempre me viene a la cabeza. Lo he hecho por mi madre. Ya tiene a su marido en la cárcel, no puede perderme a mí», subraya alguien con un agradecimiento eterno, especialmente a la «familia» de Cruz Roja. «Me habría gustado venir a Europa con visado y trabajar aquí. Pase lo que pase, soy un inmigrante. Me dicen que tengo derecho a venir aquí, pero yo no he hecho nada para que me recogieran en el mar. No es un derecho, es una deuda infinita. Siempre tendré un profundo agradecimiento con España y con sus hijos». Desea poner en práctica un proyecto a nivel nacional para mostrar su gratitud. «Cuando alguien te ayuda, tienes que ayudar. No sé qué podré hacer por España, pero me gustaría hacer algo importante».
Cruz Roja tiene seis pisos de acogida temporal en la ciudad con 34 plazas para esa segunda fase. Les informan sobre los puntos de referencia: dónde está el hospital, su centro de salud, la Comisaria o la sede de Cruz Roja. Si hay menores, son escolarizados desde el primer día, así como al acceso a los servicios sanitarios. Al igual que Accem, su equipo es interdisciplinar y cuentan con voluntarios que ayudan en el aprendizaje del idioma. Una vez adquirido, empieza la orientación laboral.
«Tienen que ser un poco realistas. Muchos vienen con unas expectativas laborales bastante altas, como en su país de origen, porque es gente muy cualificada. Aquí se encuentran con algo totalmente diferente porque no tienen homologados sus estudios y tardan años en conseguirlo. Durante ese tiempo, nosotros tenemos que ir buscando otras salidas», explica Peñas. Hostelería, comercio, supermercados y fábricas son los principales sectores a los que llaman. La tasa de inserción es muy buena. «Hace tres años lo teníamos más complicado, pero puedo decir que todas las familias que tenemos en la segunda fase tienen al menos un miembro trabajando».
Cruz Roja no se cierra a expandir su oferta, pero se remite al ministerio. «Si nos dicen que tenemos que abrir más pisos, miraremos si es viable y lo haremos. Muchas veces nos sentimos desbordados por no dar una respuesta mejor. Son personas con necesidades diferentes, de un país diferente y con un drama distinto». Peñas incide en la labor psicológica en un colectivo con «muchos niños» que debe pasar un proceso de luto. «Ese ajuste de expectativas se tiene que hacer desde todos los servicios, a nivel psicológico, social, jurídico…».
Accem tiene asignadas 26 plazas para una primera fase de evaluación, dotación insuficiente ante el aumento de solicitudes. Cáritas y el CEAS del Ayuntamiento de Segovia están alojando también a otros refugiados, pero la demanda pone a prueba la capacidad estructural de la sociedad segoviana, no en cuanto a voluntad sino en cuanto a efectivos. Cáritas, sin una subvención específica, aloja a 25 personas en tres pisos –uno es propiedad de la ONG y dos están alquilados– y atiende a otras 25 con ayudas de alquiler, comedor social o higiene. El 70 % de estas personas son de origen venezolano. Su diagnóstico es claro. «Estamos desbordados. Llegan las personas y no damos abasto».
Tras una reunión con Cáritas y Accem en febrero, el Ayuntamiento acogió a 18 personas en el albergue de peregrinos de Zamarramala. «Lo ideal son viviendas, pero ante una situación de emergencia, aportamos lo que teníamos», explica el concejal de Servicios Sociales, Andrés Torquemada. Una familia fue derivada a la Casa de Espiritualidad, mientras que los conventos de San Juan de Dios y de Santa Isabel acogieron a otras dos. Actualmente, quedan siete refugiados alojados en estos lugares, pues el resto han salido a viviendas o han sido derivados a otras provincias. Además, los CEAS ha atendido a otros refugiados con ropa o alimentación.
El Ayuntamiento no tiene una partida presupuestaria específica; tampoco las instituciones regionales.«Me consta que la subdelegada del Gobierno [Lirio Martín] ha trasladado la situación que tenemos en Segovia para ver qué recursos se pueden aportar desde el ministerio, que a priori van a canalizar entre las distintas entidades», apunta Torquemada, que corrobora el diagnóstico de desbordamiento. «Son situaciones extraordinarias a las que hacemos frente con los recursos que tenemos. Lo que demandamos es una planificación adecuada desde el ministerio, que se dote de los recursos necesarios para que haya una atención adecuada. Nos encantaría tener una partida específica porque son situaciones humanitarias y toda administración debe estar ahí».
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