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María Senovilla va con su cámara y su libreta a Izium sin saber que va a asistir a la apertura de una fosa común con casi 500 cuerpos. La corresponsal cuellarana, finalista del premio Cirilo Rodríguez, cuenta la escena. «Había unos cien forenses, tenías que verles la cara de dolor, de conmoción». Cuenta un trabajo con respeto, sin imponer su cámara, pidiendo siempre permiso. Está ahí para documentar un crimen de guerra con cadáveres maniatados que habían sido ejecutados. Y para transmitir las emociones, el drama. «Ellos representaban a toda la sociedad ucraniana descubriendo una masacre».
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Lo cuenta en Cuéllar ante un arcoíris, una breve pausa tras 15 meses en el frente. Senovilla terminó su posgrado de fotografía cinco días antes del confinamiento de 2020, así que sus primeros reportajes gráficos fueron acompañando al Ejército en la desinfección de hospitales o residencias. «Yo había hecho fotos, pero me faltaba el punto de calidad». En un mundo plagado de móviles, la diferencia está en la mirada. «En que tu foto transmita, y no es fácil». La lógica del periodismo es trasladar al lector al lugar, algo que, sostiene, es más difícil hacer con la imagen que con el texto. «Hay que saber lo que quieres contar. No vale hacer 3.000 fotos y alguna habrá buena, eso es un error. Yo disparo muy poquito y miro mucho». Sus primeras fotos, en la adolescencia con carrete, le enseñaron a apretar el gatillo solo cuando valiera la pena. Jamás dispara en ráfaga y reconoce que el «clac, clac, clac» de algunos compañeros le pone nerviosa.
La chica que hacía las fotos de las cenas quería ser corresponsal de guerra. Habla de «la inquietud de contar el mundo», de unos tiempos cambiantes. Su primera gran guerra fue en Afganistán, un país que dos décadas después del 11-S mantiene una violencia a las mujeres que tilda de intolerable. Así que cuando Rusia invadió Ucrania, tardó poco más de una semana en plantarse allí. Y no fue la única. «Hay mucho profesional de información de todo tipo». Televisiones, prensa escrita, un numero de fotógrafos que no había visto en ningún otro conflicto, incluso algunos de bodas. La cuellarana explica por qué eligió Odessa frente a Kabul. «Esta guerra la tenemos en casa, en Europa, y es una guerra que, de momento, los medios de comunicación me están comprando. No soy una rica excéntrica, soy freelance, vivo de mi trabajo».
Afganistán curtió a la segoviana. «Fui sola, no había internet en el teléfono ni tenía las facilidades que hay ahora en Ucrania. Hice una preparación de meses para que saliera lo mejor posible». Leyó, acumuló información. «Los periodistas sabemos muy poco de muchas cosas, a mí me gusta hablar con expertos que sepan mucho de una cosa concreta». Militares, historiadores, afganos, periodistas. ¿Cómo garantiza su seguridad? «No la garantizas. Hay que tener dos dedos de frente, sentido común. Equipo de protección, chaleco y casco. No creerte que sabes más que los demás». Un trabajo que supone bordear ciertos límites. «Ningún trabajo vale tu vida. Si vives tu vida en base a no correr riesgos, no vives. Merece la pena arriesgarte un poco más por dar voz a las víctimas de una guerra».
La cuellarana entró a Ucrania por Odessa para diferenciarse del grueso de periodistas, que estaban en Kiev. «Si no vendo mis crónicas, no puedo mantenerme allí. Esto no es una afición, es un trabajo». Una zona con tensión desde la anexión de Crimea por Rusia en 2014. Allí estuvo cinco semanas con viajes a Mykolaiv, uno de los primeros frentes. A partir de ahí se movió por el país, contando, por ejemplo, el éxodo de refugiados. «Esto es muy propio de los corresponsales de guerra. Ir en la dirección contraria de donde está huyendo la gente para contar de qué huyen». No solo cuenta bombardeos, sino cómo los ucranianos siguen con su vida, cómo los niños dan clase desde casa o las pandillas de chavales que comen pipas en la calle. Escenas muy similares a la cotidianeidad española. «Y está pasando a 30 kilómetros del frente más activo de la guerra». Es el éxito de una población que llegó a vivir meses en un sótano.
Una guerra con escenas de la Segunda Guerra Mundial: ciudades militarizadas y visitas al frente, a trincheras donde los soldados cuentan qué hacen allí. «La guerra es la gente que la está padeciendo». Busca las miradas, pero hay excepciones como Tatiana, cocinera de una escuela de Kúpiansk que se tapa la cara la primera vez que se encontró con el edificio en ruinas. Es un ejemplo de su forma de contar una guerra. «He visto a mucho periodista que ha pasado por allí a colgarse la medallita. Cubrir una guerra no es ir en plan paracaidista cinco días, hacer siete reportajes y volver a casa». Algunos publican gratis su trabajo y perjudican a los freelance como Senovilla.
El objetivo de Senovilla es captar atención y poner su granito en que el periodismo, si quizás no puede parar una guerra, evitar que pasen cosas peores. «Si la foto sale en 'The New York Times', muchas más personas van a ver que esa guerra sigue viva». Su primera imagen publicada allí fue la de una formación improvisada a la ciudadanía para usar armas de fuego, jóvenes y no tan jóvenes con su primer Kalashnikov. Asume un trabajo muy exigente, en lo físico y en lo mental, sin domingos, pero con días de recuperación. «Hay momentos muy duros, pero tienes que superar eso porque han puesto en ti su confianza para contar su historia. Yo no tengo derecho a hundirme en la mierda».
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