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María Peñas ha entrado en el club de los centenarios. Un selecto grupo de segovianos que ha conocido y vivido, para lo bueno y lo malo, a lo largo de dos siglos. La semana pasada, la unidad de convivencia en la que reside, dentro ... del complejo Nuestra Señora de la Fuencisla de la Diputación Provincial le preparó una fiesta de cumpleaños por todo lo alto.
La anciana se hace querer por sus compañeros de hogar y por los trabajadores sociales que la atienden. Muestra una fuerza impensable cuando se traslada del salón y se encamina lentamente, ayudada por su tacatá, hacia su dormitorio. Cuando abre la puerta, asoma una especie de santuario que contiene su proyecto de vida, ese por el que vela su profesional de cabecera. «Es una mujer que hace grupo y se ha ganado muchas amistades», comenta Esther mientras la mira con inmensa ternura. María se sienta en la silla que hay junto a su cama. Sobre la mesa que tiene delante, una revista de sopas de letras y una bolsín con migas para los pájaros. En las repisas de las ventanas y en las paredes, recuerdos emotivos y fotos de sus nietas, biznietas y de amigas de la residencia con las que ha compartido experiencias, como aquella excursión en la que pisó por primera vez una playa. Tres veces –dice– ha estado. «En el tiempo que llevo aquí me he perdido pocas», apostilla orgullosa.
Tiene una mente lúcida y despierta. Al principio se muestra algo tímida y las manos se aferran el mango del andador. Raro, porque como revela Esther, «le gusta mucho hablar». Se toca las piernas. El dolor de las articulaciones le recuerda una vejez que su capacidad de memoria y su conversación fluida rejuvenecen.
No se le escapan detalles cuando se arranca con alguna historia de antaño. María se acuerda de los nombres de los protagonistas de aquellas secuencias que conforman su película vital, de sus oficios, de dónde vivían en Arcones, donde la anciana pasó casi toda su vida hasta que decidió que ya no podía valerse por sí misma y que necesitaba el cuidado de una residencia. Es valiente. «Vine a residencia porque quise, lo tramité todo con la ayuda de la trabajadora social que tenía, y mis hijos [tiene dos] no sabían nada de que iba a venir». «El cambio no me supuso ningún trastorno porque yo ya me veía muy torpe», explica.
«Yo soy de Orejana y cuando me casé me fui a Arcones», matiza en su presentación. María evoca los «sacrificios» de una vida trabajada y dedicada en el campo. Del pueblo «echo de menos a los vecinos, aunque ya casi no quedan». Más relajada, la anciana posa sus manos en la revista de pasatiempos. «No me gustaban las sopas de letras, pero me he aficionado». Luego, señala una pequeña bolsa y revela su contenido. «Ahí tengo pan picado para los pájaros cuando me doy un paseíto». Y sonríe y devuelve una mirada cómplice a su cuidadora. «Soy feliz», sentencia. La jornada empieza hacia las 8:30, desayuno y algo de gimnasia matutina. En el salón se reúne con el resto de inquilinos de la unidad de convivencia. Unos miran la televisión, otros leen, otros escuchan música...
A pesar de esa fortaleza que exhibe, la covid se ensañó con ella. «Dicen que estuve muy mala, pero no me acuerdo, lo importante es que he salido de ello y estoy bien», comenta con naturalidad. Sin embargo, la pandemia le ha impedido ver todo lo que hubiera deseado a los suyos, con las restricciones de las visitas. Eso ha sido lo peor de este tiempo de confinamientos y miedos. Las videollamadas salvaban las distancias, pero echaba de menos la calidez. Pero María es recia, una dureza cultivada en las labores campesinas: «He hecho de todo, sembrar, segar hierba, podar viñas...»
«¿Estudios? Lo que estudié fueron las cuatro reglas, que eran sumar, restar, multiplicar y dividir. En aquellos tiempos no se podía, había mucha pobreza, hay que pasarlo para saberlo; pero nunca he pasado hambre».
María Peñas tiene clara su filosofía de vida. «Me llevo bien con todos y no hago el mal a nadie, intento no molestar nunca». Por eso no se queja de los dolores que sufre cada día y por eso, cuando llegó a la residencia, intentaba ella misma ponerse las medias a pesar de que las articulaciones le crujieran. La coordinadora de centros de Servicios Sociales, Mónica Fuertes, apostilla que «le cuesta pedir ayuda, incluso para vestirse o para hacerse la cama, cuando apenas puede levantar los brazos. Desea dar el mínimo trabajo y no sentirse una molestia». Esther, la responsable se su proyecto de vida, le alaba su actitud: «siempre anima a los que están más alicaídos y a los que sufren; es muy cabal, de hecho animó a los que no querían ponerse la vacuna».
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