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«La fuerza que le transmitían su marido, Daniel, y sus hijos, Carlos, Ignacio y Raquel, y la ilusión de conocer a su primer ... nieto, Martín, que nacerá en julio, le daban motivos para seguir adelante. Concha estaba convencida de que acabaría superando el cáncer que le diagnosticaron en enero, y luchaba por dejar atrás las mínimas secuelas del ictus que le sobrevino tras la primera sesión de quimio, pero el coronavirus y la gestión del caos sanitario desatado tras el comienzo de la pandemia levantaron un muro infranqueable para esta segoviana de Collado Hermoso cuya muerte ha dejado una familia sumida en el dolor, el desconsuelo y la impotencia. «Siempre nos quedará la rabia por la nefasta gestión que se está haciendo de la crisis. El Gobierno no supo frenar esto a tiempo, teniendo referencias como tenía, y no reaccionó hasta que no hubo mil muertos, no sabemos si por incompetencia o guiado por otros objetivos», opina Carlos Vázquez, el mayor de los tres hijos de Concha.
El relato de lo ocurrido es estremecedor. A Concepción Hernando Sanz, de 67 años, le detectaron un cáncer en enero. El pronóstico era esperanzador porque el mal estaba muy localizado. «Nos dijeron que bastarían cuatro sesiones de quimioterapia para erradicarlo, más alguna de radioterapia como prevención. La primera sesión la recibió a mediados de febrero, en un hospital de Madrid, donde vivimos los hijos, pero, a los diez días, estando en la casa de Collado Hermoso, le dio un ictus. Ingresó en el Hospital General de Segovia y a las pocas horas la trasladaron a Valladolid, al hospital de referencia. Igualmente, nos dieron buen pronóstico porque los daños eran leves. Estuvo tres días en Valladolid y nos ofrecieron trasladarla a Madrid, donde estaba siendo tratada del cáncer», cuenta Carlos.
Concha permaneció ingresada unos días más en el hospital madrileño, donde inició la rehabilitación. «Mi padre había alquilado un piso cerca del hospital, para garantizarse una cierta comodidad durante la rehabilitación y el tratamiento de quimio, que había de reanudarse. Todo fue perfectamente durante los primeros días de la hospitalización, pero hacia el 6 o el 7 de marzo el ambiente empezó a enrarecerse. La atmósfera cambió. Veías a médicos y enfermeras con mascarilla, protegiéndose, pulsando los botones de los ascensores con sus batas... Había señales rojas en habitaciones cerradas, recomendaciones personales de algún auxiliar que pedía restringir las visitas... El miedo corría a la velocidad que el coronavirus progresaba y el peligro se palpaba, era denso, perceptible para todos. El 13 de marzo le dieron el alta y se trasladó con mi padre al piso alquilado», continúa el hijo de Concha.
Al día siguiente, el Gobierno anunciaba el estado de alarma y el confinamiento de la población. Para Concepción, la suerte se volvió definitivamente adversa días después, cuando le subió la fiebre. «Pensamos que podía ser efecto de la nueva sesión de quimio, pero al segundo día el oncólogo nos recomendó que la lleváramos a urgencias. Después de cinco horas de espera interminables entre personas infectadas, le hicieron una analítica y una placa y nos dijeron que era un posible caso de coronavirus. El análisis confirmó el buen estado de sus defensas, pero decidieron dejarla ingresada hasta ver cómo evolucionaba. No la hemos vuelto a ver», afirma, abatido, Carlos.
Transcurridos cuatro días desde el ingreso, los familiares recibieron una llamada esperanzadora: «Nos dijeron que probablemente la subirían a planta, pero por la noche nos volvieron a llamar: estaba muy malita. Mi padre pudo entrar para despedirse, unos minutos, y ella estaba inconsciente. Se aferraba a la vida y tiró unas horas más, estable dentro de la gravedad. Cuando dio el primer bajón, le preguntamos al doctor si había necesidad de entubarla y nos dijo que por su patología, no lo veía. Pasamos unos días angustiosos. Ella llegó a comunicarse con nosotros por el móvil, pero le era muy complicado manejarlo. Sí que nos llegó a decir que había muchos pacientes y que no podían atenderla. Una vez la sentaron, se quedó atascada en la silla, llamó para que la ayudaran y tardaron más de una hora en acudir».
Después de la mejoría experimentada el cuarto día y del nuevo bache, Concha perdió la batalla. «Nos llamó el doctor. Era una llamada sentida, pero fría, técnica. Nuestra madre había fallecido. Al cabo de dos días, nos citaron en el aparcamiento del crematorio. Llegó el coche fúnebre, abrieron el portón y vimos el féretro. Cinco minutos. Ese es el único homenaje que la hemos podido hacer: cinco minutos en el crematorio. Al día siguiente recogimos la urna y nos encerramos en casa. Este dolor entre cuatro paredes comprime, oprime, y no deja respirar. Es una pesadilla», relata el hijo con emoción contenida.
Concha soñaba con conocer a su nieto. Hasta le había comprado algún juguete. Amaba a su marido y a sus hijos, a su familia: «Su felicidad dependía de la nuestra. Nuestra sonrisa era el combustible de la suya. Por eso nos protegió tanto y tanto se preocupó por nosotros. Cuando reíamos, simplemente era feliz. Más que estar pendiente, nos estudiaba constantemente para entender si nos preocupaba algo, si necesitábamos algo y poder así anticiparse y ayudarnos. Muchas veces sospechaba que las cosas no funcionaban y se acercaba a nuestro lado, sin hablar, pero transmitiendo su calma, su compañía y su cariño inmenso... Sabíamos que ella siempre iba a estar detrás. Fue una mujer discreta, sencilla, que hablaba lo justo y sin adornos, siempre con modestia y cariño. La adorábamos».
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