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A todo deportista se le puede medir a toro pasado desde dos puntos de vista: el de los éxitos deportivos y el del legado. Al pensar en ello en caliente se podría pensar que al fin y a la postre se trata de los mismo, que una buena ristra de réditos deportivos debe dejar necesariamente un buen legado; pero no. El legado también tiene mucho que ver con lo que se deja o se transmite a los sucesores, lo que queda de uno cuando sale de las primeras planas. Javi Guerra tiene la suerte de que su nombre hablará por sí solo pase el tiempo que pase desde que pise por última vez la línea de meta de una maratón.
Es sencillo escribir sobre un atleta cuando atesora tres campeonatos de España, dos veces cuarto en campeonatos europeos; cuando ha entrado tres veces entre los veinte mejores maratonianos del mundo. Pero quizá la personalidad de Guerra, lo que podría ser el nudo de una película sobre su figura, podría explicarse a través de sus últimos cuatro años. Su carrera vivió un punto cercano a lo trágico en un avión, camino de Río de Janeiro para los que iban a ser sus primeros Juegos Olímpicos. Al bajar, los médicos detectaron que había sufrido un trombo en un gemelo y que no solo no debía, ni podría, correr; sino que quedaba en cuestión incluso su vida. Él, a día de hoy, minimiza un poco todo aquello, como mirándolo por encima del hombro. Pero fue un punto de inflexión tremendo. Meses de incertidumbre sobre si podría o no volver a ser el mismo son duros para cualquiera, imaginemos para una persona cuya vida es correr, cuya ilusión es correr, cuyo alimento es salir a hacer kilómetros y buscar una meta tras otra para intentar pulverizarla.
Además, tenía 32 años y en su carrera deportiva únicamente le quedaba el ser olímpico. En ese momento, una vez superado el temor por su vida y los problemas médicos, Javi Guerra puso su foco en algo que pensaba que se le debía. Poner fin a su extensa y exitosa carrera con una maratón en unos Juegos era todo lo que en ese momento le pedía a la vida. No era fácil porque tenía que seguir manteniendo el nivel durante cuatro años. Eso no iba a ser un problema para un hombre de su perseverancia. Pero se dio cuenta de que tenía que cambiar hábitos, de que tenía que buscar otras fórmulas. Y cambió de entrenador arriesgando a ponerse en manos de alguien cuyos métodos iban mucho más allá de proporcionarle una tabla con las tareas del día. Dejó de trabajar con Antonio Serrano, con el que había conseguido sus mejores resultados desde 2013, para ponerse en manos de un preparador joven como Jesús Álvarez-Herms. «No rechazo mi pasado, lo acepto y lo agradezco», publicaba en esos días en sus redes sociales. «Estoy aprendiendo a reconstruirme, a reinventarme y a reilusionarme con nuevos objetivos».
De forma paralela, decidió también abandonar a la marca que le patrocinaba porque no le ofrecía las garantías de competir en igualdad de condiciones. Creaba su propio equipo y se quedaba con apenas un patrocinador y el inestimable apoyo de un amigo, como La Portada de Mediodía, en Torrecaballeros. Daba la impresión de que Javi Guerra se había quedado solo, desamparado. Pero esa impresión podía tenerla alguien que no fuera testigo de su día a día y por fortuna, para seguir el trabajo de Javi no hay que irse muy lejos. Basta con subir cada día a las pistas de atletismo Antonio Prieto de Segovia. Allí es donde se ve cada gota de sudor, cada paso de determinación. Allí es donde se aprecia al completo lo que significa el ‘Javi Guerra Team’, un equipo de gente que corre con él, que trabaja con él, que se turna para servirle como liebre en las series. Y, cuando nadie da para más, cuando solo queda Javi en pista, uno de ellos toma la bici y se pone delante porque esa es la única forma de apoyar. Podría parecer que Javi Guerra trabaja solo, pero eso no es cierto.
El trabajo que sí ha hecho solo es de otra índole. Su padre ya fue un inesperado campeón de España de cross en el año 93, pero el fantasma de la ansiedad, de la presión, se cernió sobre él y tuvo que aprender a superarlo. Javi, que desde los seis años subía a las pistas con su padre, también aprendió eso con él. Hace sus series largas por las pistas, vuelta tras vuelta, para fortalecerse mentalmente. Es reservado con su trabajo, milimétrico, aplicado hasta decir basta. Porque sabe que, sin eso, no se llega. Y lo que él va a dejar, su estela, su legado, es ese. El mensaje de que todo el trabajo del mundo no garantiza el éxito, pero no hacerlo sí es garantía de fracaso. El mensaje de que fracasar sirve, porque enseña a triunfar. Un mensaje que transmite cada día en las pistas de atletismo a todos los jóvenes que suben allí sin saber siquiera si quieren ser atletas en el futuro. Cada gota de sudor, cuenta. Cada serie, cuenta. El camino de baldosas amarillas es el que marca Javi Guerra. Es el que nos lleva con él a Tokio.
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