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La familia Gómez Llorente, en el barrio de Nueva Segovia, vive desde hace doce días sin poder salir de casa el confinamiento más estricto ... e inflexible impuesto por el Covid-19. Permanecen en su piso al presentar o haber presentado los cuatro –el padre, la madre y los dos hijos– síntomas compatibles con una infección de la que ya se han confirmado medio millar de casos en la provincia. Así, a las restricciones de movilidad recogidas en el decreto de alarma del Gobierno se le añadieron otras limitaciones impuestas por las autoridades sanitarias que todavía deben cumplir.
Los primeros temores de que el coronavirus podía haber llegado a su domicilio de Nueva Segovia aparecieron la mañana del martes 17 de marzo. «No tenemos ni idea de dónde o del cómo podíamos habernos infectado», relata Luis, el padre. En sus círculos de amistades y familiares no conocían en ese momento a nadie contagiado por el virus, no habían hecho ninguna salida extraña y su hijo mayor, Víctor, de 20 años, que estudia Enfermería, no estaba haciendo prácticas que hicieran sospechar de un posible contagio en un centro sanitario. «No tenemos ni idea de donde lo hemos cogido. Todo apunta a que puede haberse al hacer la compra», explica sobre una infección que afectó al padre, a la madre y al hijo mayor el mismo día.
Coronavirus en Segovia
Los primeros en mostrar algún síntoma de Covid-19 fueron los padres. Empezaron a toser por la mañana, «una tos seca que achacábamos al ambiente», pero que se fue haciendo cada vez más intensa con el paso de las horas. Después de comer, Amparo, la madre, fue la primera en manifestar otros síntomas como un malestar general, frío y las primeras décimas de fiebre. Para ella fue la única mascarilla de la que disponían. «A las dos horas yo empecé a presentar las mismas señales», recuerda Luis, aquejado también de dificultad para respirar y de mareos cada vez que se incorporaba. «Como mejor estaba era de pie. En la cama o en el sillón los dolores nos machacaban», añade. Aquella misma tarde, en su búsqueda del termómetro para tomarse la temperatura, se topó con Víctor. También quería comprobar si tenía fiebre. «Tenía los mismos síntomas que nosotros», afirma.
La preocupación comenzó a extenderse entonces por toda la casa. «¿Qué vamos a hacer?», se preguntaban cada poco tiempo ante la incertidumbre de una situación nueva que también afectaba a Adrián, de 12 años, aunque con síntomas más leves. «Entre el martes y el miércoles creo que dormimos unas dos horas en total. Teníamos un dolores horribles», rememora Luis. Por suerte, la fiebre, aunque persistía, no pasaba de 38,5.
«Una gripe no era. De eso estamos seguros», declara contundencia. Amparo y Víctor se vacunan cada año y los síntomas que presentaban no eran los habituales. «Yo no había tenido nunca unos dolores iguales, sobre todo de cabeza y de riñones», señala. Así, el miércoles por la mañana llamaron al teléfono de atención facilitado por la Junta (900 222 000) para saber qué debían realizar. Pero fue imposible. El teléfono estaba saturado y no hubo manera de hablar con alguien que les orientase y resolviese sus dudas. Por ello, llamaron a su centro de salud. Ahí tuvieron más suerte. Tras varios minutos de espera les pasaron con un auxiliar al que explicaron todas las señales que habían presentado los cuatro durante las últimas horas.
Les dieron una serie de instrucciones para extremar la precaución y evitar posibles contagios, aunque en su caso, presumiblemente, ya lo tenían todos los miembros de la familia. Desde entonces se produce un seguimiento telefónico que durante los primeros días se produjo de forma diaria. El viernes lograron hablar con un médico, al que uno por uno le fueron contando qué síntomas y cuándo los habían presentado. «Nos han dicho que las pruebas que nos van a realizar son para confirmar que ya no lo tenemos. Hay que dar negativo para que nos puedan dar el alta», comenta.
El contacto telefónico se mantuvo durante los días posteriores para manifestar nuevos síntomas. «Había días que de buenas a primeras te levantabas con indigestiones. A mi mujer dos días le afectó al equilibrio hasta el punto de que casi no se podía mover. A todos también nos empezaron a doler los ojos», explica. En la actualidad, y tras haber remitido los síntomas y su intensidad. Se han espaciado las llamadas. «Ahora son cada 48 horas», indica, ya con menos dolores, pero con otras señales que persisten. «Todos hemos perdido el olfato y el gusto», dice sobre uno de los efectos más corrientes del virus.
Reconoce Luis que la primera noche, la del martes al miércoles, fue la peor. Hasta el punto incluso de pensar en pedir su traslado a un centro médico. «Había mucho agobio e incertidumbre de verte con fiebre, no poder respirar, no poder dormir, tener dolores en todo el cuerpo y no saber qué hacer...». Pero por suerte el paracetamol ayudó a llevar mejor los dolores. «El miedo era que la dificultad para respirar pudiera ir a más. Eso era lo que más respeto nos daba. El paracetamol, salvo un dolor de cabeza que no se termina de quitar nunca, te deja llevar una vida más o menos normal durante esos días», asevera.
Una vida normal pese a que el médico recomendó limitar todo lo posible el tiempo que padres e hijos compartían en la misma habitación. Y cuando lo hacían, era con las mascarillas puestas (el viernes lograron tres nuevas para el padre y los dos hijos). El resto del tiempo intentaban estar en habitaciones distintas. «Mi mujer se quedaba en el salón, mi hijo pequeño en su habitación y el mayor en la suya», relata. En el caso de Víctor no hubo tantos inconvenientes, acostumbrado a pasar horas y horas encerrado en su cuarto, pero a Adrián, un niño que acostumbra a estar las tardes enteras entrenando en el Pedro Delgado con el Segosala, costó más contenerle. «Es el que menos síntomas ha presentado. Tan solo he tenido que darle paracetamol una vez».
Camino del decimocuarto día de encierro sin apenas salir de casa, Luis reconoce que el ambiente ha sido difícil. «Te vuelves un psicópata. El ambiente era casi de guerra», relata con la tranquilidad de haber pasado lo peor. «Cada vez que vas al servicio hay que desinfectarlo. La ropa, cuando toses, la echamos a lavar. La casa la estamos todo el rato ventilando. Cada día cambiamos todas las sábanas. Las toallas, según nos duchamos, también van a la lavadora. No lavamos nada a mano, todo al lavavajillas...», comenta sobre las principales medidas que adoptan durante estos días para tratar de contener la infección. «Aunque ya lo tenemos todos los de casa, ahí está el miedo de que se puedan agravar los síntomas. No hay mucha información y sí que escuchas de gente que empezó como nosotros y acabó con neumonías», sostiene.
Precisamente, ese temor motivó su consulta a los médicos. «Quería saber si los síntomas pueden ir a peor. Estábamos en un sinvivir. Nos dijeron que no, que la curva era descendente y que los síntomas no tenían porqué ir a más», recuerda.
Por si acaso, siguen a rajatabla las instrucciones sanitarias. Tan solo han salido a la calle una vez, para ir a comprar a la farmacia. «Lo tuvimos que hacer porque a Adrián, el único que sale cada dos días a comprar el pan, no le venden fármacos. Una vez fue mi mujer y otra vez yo, siempre con mascarillas, guantes y varias capas de ropa para minimizar los riesgos», subraya. Salir a hacer la compra no ha sido necesario. La fruta, por ejemplo, la encargaban en la frutería del barrio. Dejaban el dinero en el ascensor y la tienda se encargaba de llevarles, por el mismo medio, los productos hasta casa. En la carnicería siguieron el mismo protocolo. «Llamábamos, les decíamos lo que queríamos, nos preparaban el pedido y nos lo dejaban en el ascensor», explica sobre un sistema que también emplearon en la pescadería. Además, algunos amigos les echaron una mano y les acercaron paracetamol o incluso la baja laboral.
Camino de la tercera semana de confinamiento, la tranquilidad vuelve poco a poco a la casa de los Gómez Llorente, aunque todavía esperan que las pruebas –todavía sin fecha para su realización– confirmen que los cuatro han ganado la batalla al coronavirus.
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