Julián Caro, Mari Carmen García, María José del Rio, Juan Carlos Horcajo y Basilisa Martín empiezan su paseo en la Loba Capitolina. Lo hacen en silla de ruedas, un vehículo que requieren por sus circunstancias: polio, esclerosis múltiple o accidentes graves. La primera reivindicación de este grupo de miembros de Frater es un tramo de losa lisa como en la Plaza Mayor para esquivar los adoquines, su gran pesadilla. Nada desgasta más los huesos y las sillas, que quedan a menudo varadas. Llega entonces el primer chiste sobre accesibilidad de Juan Carlos, todo un poeta: «Los adoquines son muy democráticos; vamos 'votando' todo el rato». El grupo señala El Salvador y San Millán como las zonas menos accesibles de la ciudad.
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La subida por la calle San Juan es llevadera, aunque la acera mejoraría con piedra lisa. María José, que dirige la comitiva en estos primeros metros, teme el estrechamiento en la parte superior. «Nos va a tocar bajar a la carretera». Para ellos es habitual incorporarse a una acera sin saber cómo terminará la aventura. Al cruzar el primer paso de peatones, junto al colegio Concepcionistas, aparece la primera personalidad política: el presidente de la Diputación de Segovia, Miguel Ángel de Vicente. Precisamente un día después de que la asociación le solicitara una solución accesible para entrar al Juan Bravo, más allá de una rampa de madera portátil.
Justo enfrente de la institución provincial, la acera de los juzgados es tan estrecha que la silla pasa con muchas dificultades junto a una papelera. Un vehículo más amplio se habría quedado atascado. Nos acercamos al parque del antiguo hospital 18 de julio y surgen las primeras trampas en el pavimento. Hay que andar con mucho ojo para que la rueda no quede atrapada entre las aceras desgastadas. Este parque es accesible, como por ejemplo el de La Dehesa, pero otros, como el del Cementerio, son tierra hostil por sus bordillos para acceder o los paseos pedregosos.
Basilia Martín se pone en cabeza con su scooter, un privilegio que ella puede conducir porque tiene dos manos funcionales. Sus anchas ruedas resisten mejor en lo que María José llama «aceras descarnadas». Pasamos frente a dos lugares inaccesibles: el Museo Rodera Robles –por sus bordillos y la diminuta acera– y el Palacio San Facundo, por el irregular empedrado de su entrada. «Nos parece muy bien la conversación del patrimonio, pero dan más importancia a las piedras que a las personas», concluyen.
Llegamos a la zona de cafeterías, todo un reto. En verano todo se facilita con las terrazas, pero el diagnóstico es claro: hay pocos bares accesibles y en los que se puede entrar, son muy pequeños. «En cuanto metes dos sillas, parece que estás echando a los demás». En todo el camino hacia la Plaza Mayor es habitual encontrar escalones, de un grosor pequeño pero suficiente para suponer una barrera infranqueable. Llegamos al José María y el grupo asegura que todas las calles de su zona trasera –desde la calle de la Cabritería hasta la travesía de la Rubia- suponen otra dimensión. Por ahí no se va.
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La Plaza Mayor es un lugar feliz. Ahí está el itinerario de baldosas lisas con las que sortear el adoquín y los cinco valientes lo recorren en fila. «Esto es lo que queremos para la Plaza de Artillería». Fuera de esos canales, está el «masaje» al que se refiere constantemente Basi. La primera vez que se subió a la silla terminó con unas agujetas terribles. «Me dolía por todos los lados. Así que pensaba, cómo estarán estos pobres…». Nos invitan a poner la mano en su respaldo para sentir las vibraciones al transitar el adoquín salvaje. Y lo que cuesta salir de él cuando la silla se atasca.
Nos acercamos a la calle Marqués del Arco, pero el grupo suele transitar por Velarde –más ancha y con losetas– cuando toca ir al Alcázar. De allí llega con andador la señora Julia y avisa: «¡No se puede andar con el aire, es de pánico!». El paseo se hace cada vez más complejo, por la aceras y bordillos cortantes. Cuando llegamos a la altura de la Casa Antonio Machado, Mari Carmen dice basta: «Chicos, yo por aquí no puedo seguir, me duele la espalda». Lo que ocurre más adelante ya lo relata Basi: hay un punto en el que se estrechan tanto las aceras que la silla tiene que salir al asfalto adoquinado para avanzar. «Y vamos con los coches detrás. Tratamos de ir deprisa para molestar lo menos posible, pero no tenemos otra manera».
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A la vuelta, el aviso de Julia toma cuerpo y Eolo deja su impronta. Y es que la silla de ruedas es todo un incordio meteorológico. «En verano te achicharras de calor y en invierno, te congelas». Es todo un reto desplazarse sin mover apenas los músculos porque el cuerpo apenas genera energía para mantener el calor. María José tiene truco: cuando se mete en un bar, se queda con el abrigo puesto para 'robar' al máximo el calor artificial de cara a su regreso a la intemperie. Siempre llevan en el respaldo una capa para protegerse en caso de lluvia, pero es imprescindible que alguien se la extienda.
Empieza la bajada por la Calle Real con el escaparate de una pastelería. «Lo ves y apetece. Qué rico tiene que estar. Pero ahí se va a quedar». El local, como el grueso de comercios de la principal vía de consumo de la ciudad, no es accesible. Los miembros de Frater recuerdan un informe elaborado a principios de siglo con unos resultados desastrosos: no se salvaba casi ninguno. Están los «intentos» como la rampa de la tienda de ropa Inside que desemboca en un bordillo. O lo que hay bautizado como 'rampalones', un híbrido entre escalón y rampa. Hay sectores como las farmacias con matrícula de honor, toda una invitación a entrar. De hecho, Marí Carmen aparca allí la silla. Juan Carlos escucha el comentario y suelta otro chiste accesible firmado por alguien que no puede andar: «Yo no me atrevo a dejar la silla».
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Entre medias aparece la alcaldesa de Segovia, Clara Luquero, que entra a comprar en una de las escasas tiendas de ropa sin obstáculos. Al lado, la iglesia del Corpus Christi ofrece una paradoja: una rampa metálica muy bien adaptada que resulta estéril por el escalón que la precede. Aun así, el grupo pone en valor la accesibilidad en las iglesias.
Cruzamos el centro comercial Almuzara, adaptado con rampa y un ascensor al paseo del Salón, cuando Basi ilustra otro de los problemas: las tiendas son muy pequeñas y es complicado maniobrar con la silla. Su respuesta, esperar fuera mientras la nieta compra sus trapitos. La vista en el mirador de la Canaleja al atardecer es imponente, con esas nubes que amenazan tormenta. Pero cuesta más disfrutar la belleza en silla de ruedas porque hay que tener mil ojos ante cualquier obstáculo: a que los viandantes se echen encima un día en el que la calle esté especialmente congestionada o a que algún despistado se despiste y congele su vista en el móvil. Aunque todo tiene su parte buena. «La silla de ruedas es un sitio magnífico para observar los traseros de la gente», sonríe la picaruela María José
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Da tiempo a debatir otros asuntos. El grupo pone en valor la adaptación de las paradas de autobús para pasar directamente del vehículo a la acera y que las rampas de acceso sean manuales. Y lamenta las malas condiciones de los cines. «Te toca ver la película en primera fila y sales con un dolor de cuello y de vista…». Y no es precisamente por falta de espacios en salas que no suelen colgar el cartel de no hay billetes. Han pedido sin éxito una fila accesible a media altura.
Llegamos a San Millán, territorio comanche. «Si quieres ir a ver una película a la sala de la Fundación Caja Segovia, tienes que dar la vuelta a todo el barrio». El Azoguejo, otro ejemplo de integración urbanística. Como si fuera una etapa de montaña del Tour de Francia, llegamos al final en alto, un pequeño compendio de todas sus dificultades y que no pueden evitar porque allí está su sede: El Salvador. Dejamos a un lado Ochoa Ondategui y bordeamos el Acueducto rumbo a la Academia de Artillería. El grupo intenta transitar por la acera mientras Basi marca el ritmo por el empedrado con su scooter. María Carmen está tan agotada que le pide cambiar el vehículo para terminar la cuesta. Y así lo hacen. «¡Ay, qué gusto, Dios mío!», respira aliviada. Esa acera no tiene rebaje al final, así que aprovechan el vado de un garaje para bajar. De vuelta a la calzada, no hay forma de incorporarse al siguiente tramo sin hacer lo mismo, por más que haya un paseo de peatones por el medio.
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La acera, junto a la Academia de Artillería, es accesible tres años después de que una compañera de Frater perdiese la vida en esa zona al ser atropellada por un coche. El grupo transita por la acera, pero no todos los vehículos son aptos. María José va por el perfil izquierdo y trata de respetar la suerte de arcén que marca una línea blanca. Llegan a casa, pero salir de ahí es un infierno. Por la calle Batanes, que conduce a Padre Claret, o el camino de minas que conduce a la plaza de la Universidad. Cuando entran en la sede, la puerta se cierra automáticamente y pueden aparcar los vehículos. Es su remanso de paz en tierra hostil.
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