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Lautaro Robledo (24 de agosto de 2002) se enfrenta a las 12:30 horas de este domingo con el Nava al club que le cedió, el Benidorm. Frente a otros deportes que impiden el choque entre jugador y propietario, el balonmano dará una oportunidad al ... extremo derecho argentino de demostrar su valía. «No tendría sentido; si no, quédense conmigo». El club alicantino tiene la opción de repescarle a final de temporada y extender un año su contrato, un escenario al que no hace feos porque le encanta la ciudad, su microclima, la playa. Pero el presente manda. «Ver a mis amigos y competir contra ellos va a ser muy lindo». Y no esconde las ganas de reivindicarse. «Siempre desde el respeto. Si doy el cien por cien en todos los partidos; en este quiero dar el 300».
Era más probable que alguien de Buenos Aires acabase eligiendo al fútbol, pero siguió los pasos de su padre, jugador de balonmano. Cuando nació, lo dejó para dedicarse a la familia. Cuando tenía diez años, su padre aceptó el cargo de entrenador y Lautaro entró en la cantera. «Fui un día a probar y me encantó. Hacía fútbol y balonmano hasta que me empezaron a coincidir los horarios y tuve que decidirme por uno». Por un lado, fue amor hacia su padre. «Jugábamos los sábados, yo terminaba y me quedaba todo el día en el club hasta el partido de la categoría mayor». Y por otro, una decisión que forja su identidad. «Tengo un montón de amistades que voy a mantener durante toda mi vida. En cambio, el fútbol en Argentina es muy competitivo. Si eres mi compañero de puesto y te tengo que lesionar para jugar el sábado, lo hacían. No es un ambiente en el que me sentía identificado».
Así que el Tigre, el club de su barrio –iba habitualmente al estadio– quedó relegado, como su interés por el fútbol. Se declara 'Messista', por Leo Messi, los únicos partidos que ve con frecuencia, pero ignora un River-Boca. Como mucho, si se lo encuentra por la tele, ve un Madrid-Barça. «Soy lo que soy gracias al balonmano. Alguien que siempre intenta dar lo mejor de sí mismo, que lucha por lograr lo que quiere, muy amigable, nunca he tenido ningún problema con ninguna persona». Un amor que se convirtió en profesión, pues asumió el reto de ser profesional en un país donde el balonmano es amateur. «Desde que era cadete, mi sueño era poder jugar en la selección mayor y en algún equipo de Europa, en el Barcelona».
Ejemplos como Diego Simonet –el referente de la selección, juega en el Montpellier– o Federico Pizarro, lateral derecho del Cuenca, al que su padre entrenó en Argentina. «Lo veía todos los partidos. Cuando sea grande, quiero ser como él». No solo han sido rivales, sino que han coincidido en la selección absoluta. Vivir del balonmano implicaba emigrar. «Si uno quiere seguir progresando, tiene que dar el paso». Antes de cruzar el Atlántico, Lautaro pasó dos años en Brasil, con estructuras algo más profesionales. Una experiencia que le hizo entender, con cierta gracia, la identidad de su país. «Los argentinos somos muy competitivos, de raza. Si preguntas, me caen mal los brasileños, los chilenos, los uruguayos, todos. Cuando los conoces, son buenas personas. El argentino se cree superior a los demás, es instintivo, pero realmente no es así».
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De Brasil a Benidorm, un club que conocía porque uno de sus mejores amigos, Santiago Barceló, ahora en Cuenca, llevaba dos años allí con su hermano Joaquín y otros argentinos como Lucas Moscariello, Pablo Vainstein o Ramiro Martínez. «Cuando me llamaron, ni lo dudé, es algo que estaba buscando toda mi vida». Se alegra de haberse atrevido, aunque había ejemplos, como otro Barceló, Nico, que se marchó a Ciudad Real a los 18 años y volvió porque no se terminó de adaptar. «Depende de la personalidad. El primer año de Brasil me costó un poco. Extrañaba, y eso que está al lado, mis papás agarraban un vuelo y venían. Pero me fui soltando, agarrando confianza a la vida de solitario y ahora estoy más que bien».
Esa colonia argentina se adueñó del vestuario del Benidorm y contagió con sus expresiones al resto. El «boludo» se convirtió en tendencia, también en su vida personal, pues conoció allí a su pareja, una donostiarra a la que también contagió: «Me llama boludo o pelotudo y yo me parto el culo». Ese buen ambiente le ayudó a sobrellevar una primera temporada decepcionante, a la sombra de Ramiro Martínez. «Fue un poco más complicada de lo que pensaba, no jugué tanto tiempo como el que me hubiese gustado. Si no fuese por Carlos Álvarez, hubiese sido el mejor extremo de la Asobal. Así que buscaron la salida de la cesión. «Yo no quería esto para la siguiente temporada. Mi intención era mantenerme al mayor nivel; si puedo quedarme en algún equipo de Asobal, mejor». Y surgió la opción del Nava, máxime porque su actual técnico, Álvaro Senovilla, ya le tenía en el radar. No jugó el partido de la primera vuelta, en diciembre, porque se fracturó el tercer metacarpiano de la mano en un entrenamiento.
No influyó en el acuerdo, que se cerró en febrero. Así que llegó a Nava en mayo sabiendo que jugaría allí. Presenció el mejor ambiente que se encontró en toda la temporada y sufrió una de tantas remontadas segovianas: de cinco arriba a falta se seis minutos a empate y gracias, pues su portero evitó la derrota sobre la bocina. «Lo que hace la afición es gran parte de lo que genera el equipo al final de los partidos. Nunca bajan los brazos, pelean siempre hasta el último minuto. Ese partido en otro pabellón Benidorm se lo hubiese llevado tranquilamente. Ningún club contra los que jugué me transmitió esas ganas de jugar. Qué ganas tengo de jugar con un pabellón así de lleno, que toda la gente esté alentando. O si juegas en contra, que te esté presionando. Es algo increíble». Dicho y hecho.
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