
La demanda de control de plagas se triplica en Segovia
El sector afronta la mayor carga de trabajo con tratamientos menos eficaces y sin suficiente personal
. El verano es la hora H para los especialistas de control de plagas, que triplican su actividad y no dan abasto para cubrir tanta ... salida. Quitando a la cucaracha, que trabaja todo el año, afloran la hormiga, cualquier insecto volador –mosca, mosquitos, avispa de la madera– o carcomas como la termita. En invierno paran, pero no mueren. Esperan la subida de los termómetros para comerse la madera o hacer un avispero debajo de una teja. Un sector que ha aumentado su volumen de trabajo en los últimos años porque las altas temperaturas adelantan el verano –desde marzo– y porque la normativa ambiental ha restringido sus armas por contaminantes y ha reducido la eficacia de sus tratamientos. Venenos que matan lo justo y que han convertido la tarea en más investigadora que ejecutora. Más clientes y más visitas para una profesión en la que faltan manos.
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El segoviano Roberto Íñigo lleva más de tres décadas fumigando, un mundo al que llegó por casualidad cuando fue uno de los más de 200 trabajadores despedidos por la conocida como Fábrica de los Cables. «Fui un día al paro a buscar algo y vi que necesitaban un aplicador para el control de plagas. Empecé al día siguiente». Hizo los cursos y comenzó una carrera de 20 años en solitario hasta que fundó en 2013 su empresa, Contpla, junto a otro aplicador. Entonces había en la provincia cinco profesionales registrados, más los «mochileros», su etiqueta para definir a gente que iba a una droguería a los productos, algo que terminó cuando se exigió pertenecer a un registro oficial para adquirir cualquier materia activa de uso profesional. «Yo te fumigo el bar. Echaban un tratamiento con una brochita».
Ahora hay una decena y subraya que harían falta casi otros tantos para cubrir la demanda del verano. «Aun así, somos pocos. Yo no puedo dar un servicio pleno, en esta época tengo que decir a muchos que no puedo». Sería difícil recibir cita antes de dos semanas, con la excepción de las circunstancias. La normativa también ha aumentado las exigencias; de unos comienzos donde bastaba con Secundaria a un presente con certificados específicos. «En esto hay todo el trabajo que quieras porque las empresas están buscando y no hay mucha gente con estas cualificaciones. No voy a encontrar a nadie en el paro porque no hay mucha gente que haya hecho estos cursos».
Íñigo es testigo de un cambio radical en los métodos según ha ido avanzando la normativa medioambiental. «Las técnicas son las mismas, lo que cambiaba eran las materias activas». Algunas que ahora están prohibidas como los organofosforados o los carbamatos que funcionaban muy bien, pero tardaban mucho en irse. «Si hacías un tratamiento en un jardín, ese caldo que echabas estaba contaminando durante mucho tiempo. Lo que se pretende es que los productos químicos se vayan eliminando ellos solos sin crear un daño al medio ambiente». Los plazos de seguridad para volver al entorno se crearon años después; hasta entonces, «era por sentido común». Después, llegó un documento de aviso al cliente. «Nunca ha ocurrido nada porque no son productos de una toxicidad alta».
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La metodología actual es «usar los menos productos químicos posibles» –algunos son tan ligeros que los elimina la luz o el calor– y apostar por técnicas físicas como trampas, jaulas o cepos. Métodos menos contundentes. «Antes hacías en junio un tratamiento de hormigas y probablemente no volvieras a tenerlas en todo el verano; hoy puede que te toque hacer una repetición». Los piretroides, moléculas con actividad insecticida –como los de uso doméstico–, siguen usándose porque se degradan rápido y la contaminación es leve. Hay algunos que no tienen ni plazo de seguridad. «Puedo ir a un local con gente y hacer una fumigación, algo que antes era impensable, porque el producto me lo permite. Pero claro, la eficacia ha caído en picado». Recuerda un tratamiento a principios de los 90 en la Delegación de Hacienda de Segovia totalmente legal en el que «se usaban productos de la época que eran bestiales».
Así que el trabajo de un aplicador es más detectivesco que ejecutor. Íñigo habla de «una buena inspección» como punto de partida y un tratamiento adaptado al cliente. La industria alimentaria es la más sensible. Para atacar a roedores o insectos hay que colocar una barrera exterior –trampas adhesivas o veneno–, pero la ley impide aplicar materia activa en el interior: solo cepos, jaulas o placebos. «Lo puede roer, llevarlo al nido y si se le cae en el transcurso y estás cociendo jamón esa materia activa podría ir al consumidor». Sí puede aplicarse en casos extremos, cuando es «la única manera». Es uno de los principales clientes del sector en Segovia –naves de jamón o chorizo– y hay visitas periódicas de mantenimiento, haya o no problemas. Otras industrias como la textil sí permiten aplicar esa materia activa, aunque todo va en portacebos de seguridad. «No puedes poner un platito con una pastilla de veneno. Va en una caseta con llave que no la pueda abrir un niño, un perro que pase por allí o un trabajador».
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La hostelería
El principal cliente del sector es la hostelería, seguido de comunidades de vecinos y diversos tipos de industrias. Íñigo habla de una cartera con 350 clientes de los que 150 son hostelería, tanto en la capital como en la provincia. Su norma es trabajar por mantenimiento porque algunas técnicas como un gel que esparce por el local –sin necesidad de cerrarlo– se evapora rápido en el verano y puede no ser eficaz. «Como no hagas tratamientos periódicos, yo protejo el bar hoy, pero dentro de una semana se ha evaporado». Cuando la prevención no funciona, hay tratamiento de choque como fumigar, lo que exige un plazo de seguridad de al menos doce horas en el que no puede haber nadie en el local. Algo muy habitual que hace, calcula, en torno a un centenar de veces al año en bares y restaurantes. «Casi todas las semanas hay alguno más o menos grave».
El dato cae a uno 25 al año en viviendas particulares. «Muchas veces cuando ves una cucaracha en un bar no le das la importancia que tiene y en una casa llamas rápidamente o pones tus remedios caseros». Poco eficaces, resume, porque acaba en intervención profesional «en 90 de cada 100 veces». El resto de intervenciones drásticas, por ejemplo en industrias, son residuales, en torno a un 10% y fundamente por roedores. Un tratamiento de termitas lleva cuatro años y unos 4.000 euros; uno de chinche, unos 500; y uno de cucarachas, unos 150.
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En verano se suman las piscinas, otro cliente más que hace que la demanda sobrepase a la oferta, en parte porque la normativa contra la Legionella ha extendido los controles allá donde se genere vapor. «En cualquier lugar en el que haya una ducha de agua caliente y público es obligatorio». Una nómina de clientes en la que también están residencias de ancianos u hoteles. De un tratamiento anual en la red de consumo –un biocida en el agua durante dos horas– y tres muestras 15 días en busca de Legionella después a uno trimestral y cinco muestras cuyo análisis es más caro porque también se buscan aerobios o turbidez. De unos diez tratamientos en 2022 a mínimo el doble en 2024.
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