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Pasaban veinte minutos de las diez de la noche. La lluvia arreciaba. Miguel Pasans, vigilante nocturno de la calle de Córcega, se encontró con dos hombres tendidos sobre la acera, a la altura del número 481. Como apenas se veía, acercó el farolillo y comprobó, horrorizado, que eran dos guardias civiles con las cabezas abiertas y bañadas en sangre. Pasans tocó el silbato en demanda de auxilio y los serenos que salían del cuartelillo municipal acudieron prestos. También bajaron de sus casas numerosos vecinos, a medio vestir, porque en este barrio extremo de Barcelona había una mayoría obrera que solía acostarse pronto. Sirviéndose de dos escaleras de mano, transportaron a los guardias al dispensario de Gracia. Uno de ellos falleció nada más llegar. Presentaba conmoción cerebral, una herida contusa en el cuero cabelludo y fractura de los huesos craneanos. El otro expiró después. Tenía una herida en la región occipital, con salida de masa encefálica, y otra en la malar. Los cadáveres correspondían a Marcelo Peromingo Martín y Francisco Gozalo Martín, guardias de la Comandancia de Segovia que llevaban tres meses reconcentrados en Barcelona, en el destacamento del Bruch. Los agresores debían de haberles robado los fusiles y los cartuchos porque estaban desarmados.
Esa misma noche, un hombre con una herida de bala en el pecho se presentó pidiendo ayuda en otro dispensario de la ciudad, el de las Casas Consistoriales. Iba acompañado de tres individuos y se identificó como Rafael Climent. El herido aseguraba que unos asaltantes lo habían disparado después de haberle pedido el dinero que llevaba, pero el médico de guardia no terminó de creérselo. Los sanitarios dieron aviso a las autoridades y el juez militar ordenó el registro de su domicilio, donde los agentes encontraron armas y folletos anarquistas. Climent fue trasladado al Hospital Clínico y quedó detenido. Momentos antes de toparse con los cuerpos inertes de los guardias civiles, el vigilante nocturno había oído un disparo, circunstancia que, inevitablemente, convertía en sospechoso al herido. No fue este el único detenido durante las horas que siguieron al suceso. A las cinco de la mañana, se efectuaba el arresto de Luis Verdaguer, dueño de la taberna La Leridana, situada a escasos tres metros del lugar donde yacían, moribundos, los guardias, y de Emilio Ballester, Manuel Olivera, Manuel Rovira y Pedro Poch, que estuvieron en el establecimiento hasta la hora del crimen.
La noticia del vil asesinato sacudió Barcelona nada más despuntar el día y causó una profunda impresión en la lejana y fría Segovia, patria chica de las víctimas. Marcelo Peromingo, de treinta y siete años, prestaba sus servicios en el puesto de Navafría y Francisco Gozalo, de treinta y cuatro, en el de Navalmanzano. Ambos estaban casados y tenían hijos de corta edad. Les quedaban pocos días de estar en la Ciudad Condal porque el relevo era inminente. Como se disponían a regresar a Segovia el 21 de diciembre, preveían pasar la Nochebuena al calor del hogar. La indignación creció cuando se conocieron los pormenores de tan monstruoso ataque. Los forenses dedujeron que el instrumento causante de las heridas tuvo que ser un objeto fuerte y pesado y que la pareja de guardias había sido atacada por la espalda cuando velaba por el orden en una ciudad martirizada por el terrorismo.
El entierro se verificó el 18 de diciembre en la misma Barcelona. Un inmenso gentío hacía imposible la circulación en los alrededores del Hospital Militar, de donde había de partir el cortejo. Los balcones y azoteas estaban abarrotados. El capitán general de Cataluña, Joaquín Milans del Bosch, presidía el duelo junto a las autoridades civiles, militares y eclesiásticas. En la comitiva iban representantes de muchas entidades y de todos los cuerpos de la guarnición, así como más de diez mil individuos del somatén. La Federación Patronal había ordenado el cierre de los comercios para favorecer la asistencia. Era un entierro de categoría, con coches fúnebres tirados por caballos, plañideras y el clero castrense al completo. En días sucesivos, proliferaron las colectas para socorrer a las viudas de Peromingo y Gozalo.
La policía y el juez instructor no escatimaron esfuerzos. Se tomó declaración a numerosos testigos, se practicaron decenas de registros en todos los distritos de Barcelona y se procedió a la detención de más sospechosos. Instruido el sumario, la cárcel celular acogía, los días 2 y 3 de marzo de 1920, las sesiones del consejo de guerra que debía ver y fallar la causa. Doce individuos se sentaban en el banquillo en calidad de procesados. A los detenidos de la primera noche se habían sumado otros seis: José Alcaraz, conocido en el hampa como el Chato valenciano; Manuel Casas, alias Lolo; Miguel Mondragón, el Gaña; Francisco Biol, el Móvil; Vicente Sánchez, el Barberet, y Federico Espí. Eran tipos vulgares y estaban familiarizados con el robo y la delincuencia común.
La causa tomó como eje central las delaciones del Lolo y el Gaña. Casas dijo que el Barberet, el Chato, el Federico y Climent mataron a los guardias atacándolos por la espalda con cachiporras y golpeándolos con las culatas de sus fusiles cuando ya estaban en el suelo y que, después, a eso de la una de la madrugada, los tres primeros celebraron la 'hazaña' en el bar Canario, donde cenaron copiosamente y bebieron. El Gaña, por su parte, declaró que estando él con sus amigos Lolo, Climent, Federico, Barberet y Móvil en la taberna La Mina Pequeña, entró el Chato valenciano y les propuso hacer una «faena» que les pagaría con dinero: matar a una pareja de la Guardia Civil, a lo que él y el Lolo se negaron. El Chato los amenazó entonces con un revólver y juntos se dirigieron a La Leridana, donde entraron el Federico, el Móvil, el Barberet, el Climent y el propio Chato, que hablaron con el tabernero «en voz baja» para que cerrara en cuanto se produjera el crimen. Minutos después, de nuevo en la calle, el Barberet y el Federico, provistos de dos vergajos con una pera de hierro en sus extremos, acometieron por detrás a Peromingo y Gozalo y los remataron en el suelo golpeándolos brutalmente con sus propios fusiles, ayudados por el Chato y el Climent. Acto seguido, el Chato y el Barberet se apoderaron de las armas y salieron corriendo junto a los otros dos, según el testimonio del Gaña. Los siete volvieron a encontrarse en la cercana calle de la Industria, donde el declarante se enteró de que Rafael Climent tenía un balazo en el pecho. Lolo, Federico y el Barberet llevaron a Climent al dispensario para que lo curaran.
El informe del fiscal no difería mucho de la versión de Miguel el Gaña, aunque añadía la participación del Móvil. Biol salió de La Leridana y simuló haberse torcido un pie con el objetivo de distraer a los guardias civiles que, confiados, paseaban por la acera. Cuando se agacharon para socorrerlo, los otros criminales abandonaron la taberna y los atacaron por detrás con los vergajos. El representante del ministerio público también daba credibilidad al relato de un testigo crucial: Salvador Banús, alcalde del barrio de Campo de Grassot y tesorero del Centro Republicano Popular, situado en la calle Roger de Flor, perpendicular a la de Córcega. Banús se dirigía a su casa con la recaudación del día y una pistola en el bolsillo, pero tuvo la mala suerte de cruzarse con los malhechores, que volvieron sobre sus pasos y le dieron alcance en la puerta. El alcalde de barrio se defendió a empujones, disparó suBrowninge hirió a Climent. Este, desmintiendo lo que el primer día dijo en el dispensario, utilizó como coartada su supuesta participación en el robo de una fábrica de Pueblo Nuevo, ocurrido la noche de autos, asegurando por activa y por pasiva que la bala que tenía alojada en la pleura —tan cerca del corazón que extraérsela ponía en peligro su vida— procedía de la Smith del vigilante de seguridad de la factoría, Francisco Guerrero, y no del arma de Banús. La defensa de Climent pidió en vano que se le extrajera el proyectil, pese al riesgo que corría, porque ahí residía la prueba de su inculpabilidad.
El fiscal concluyó que el hecho, cometido con el único móvil de sembrar la alarma entre la población, constituía un doble delito de insulto de obra a fuerza armada, del que resultó la muerte de dos de sus componentes, con las agravantes de alevosía, premeditación y nocturnidad. Además, mediaba precio y se había ejecutado cuando los guardias civiles cumplían un deber de humanidad: el socorro a una persona que creían indispuesta o herida. «Solo la agravante de lesa humanidad merece la pena capital», subrayó.
El 4 de marzo llegó el fallo. La expectación era mayúscula. Diarios como El Sol, La Vanguardia o El Imparcial habían publicado extensas crónicas. Atendiendo la petición fiscal, el consejo de guerra condenó a muerte al Chato, al Barberet, al Federico, al Móvil, al Lolo, al Gaña y a Climent. A Luis Verdaguer, el tabernero, le cayeron veinte años por cómplice, y los cuatro restantes, los parroquianos de La Leridana, fueron absueltos. Los defensores apelaron al Consejo Supremo de Guerra y Marina, que en mayo dictó sentencia firme: las siete condenas a muerte se redujeron a cuatro, las correspondientes a José Alcaraz, el Chato; Vicente Sánchez, el Barberet; Francisco Biol, el Móvil, y Rafael Climent. Por su parte, Manuel Casas, Lolo; Miguel Mondragón, Gaña, y Luis Verdaguer fueron condenados a reclusión perpetua, y Federico Espí quedó libre: lo habían confundido con otro Federico, el Federicus, huido a Francia horas después del crimen.
Recibida la sentencia, la autoridad retrasó la ejecución hasta que llegara el verdugo de Burgos. El de la Audiencia de Barcelona se había negado a hacer su trabajo, alegando que no se encontraba con fuerzas para agarrotar a cuatro hombres. Sin embargo, cuando llegó, el funcionario de Burgos dijo que su compañero, con mayor categoría en el escalafón, tenía preferencia, y se optó por fusilar a los reos porque, al fin y al cabo, habían sido condenados por la jurisdicción militar. Ya en capilla, el Barberet pidió ver a la mujer con la que tenía una hija de siete años. Quería casarse 'in articulo mortis'. Los hermanos de la Paz y la Caridad y un oficial del Ejército actuaron como testigos de la boda.
El fusilamiento tuvo lugar el 31 de mayo de 1920 en el baluarte del foso de Santa Eulalia, en el castillo de Montjuich. Un piquete de Infantería compuesto por dieciséis soldados fue el brazo ejecutor. Las descargas rasgaron el silencio de aquella triste mañana barcelonesa.
La caída de los precios y el paro tras el final de la Gran Guerra subyacen en el origen de las huelgas revolucionarias convocadas entre 1919 y 1923. En Barcelona, la de la central hidroeléctrica La Canadiense había marcado un punto de inflexión en la escalada de la conflictividad laboral y la polarización de sindicatos y patronales. La 'vaga' duró cuarenta y cuatro días, entre los meses de febrero y marzo de 1919, y paralizó la ciudad y el setenta por ciento de la industria catalana. Considerada una de las más importantes de la historia de España, concluyó con una rotunda victoria sindical que redundó en notables mejoras para los trabajadores, pero el paro de La Canadiense tuvo otras consecuencias, entre ellas, la creación de la Federación Patronal, promovida por los patronos más radicales. El llamado 'lock out' (cierre patronal), las listas negras o los despidos masivos fueron algunas de las medidas que adoptaron los empresarios más intransigentes. La consiguiente radicalización de los grupos anarquistas espoleó la acción represora del Gobierno y el pistolerismo, práctica que patronos sin escrúpulos emplearon para deshacerse de los cabecillas sindicalistas y los obreros levantiscos. La violencia estaba en las calles y la inseguridad ciudadana crecía por momentos. En este contexto de lucha social tuvo lugar el terrible asesinato de Peromingo y Gozalo, integrantes de uno de los contingentes de guardias civiles enviados a la 'roja' Barcelona.
Sin embargo, el perfil de los criminales no se correspondía con el de individuos movidos por una ideología política. Solo a Rafael Climent se le requisó propaganda anarquista. Los demás eran rateros del hampa, delincuentes veinteañeros de poca monta aunque peligrosos. El Chato daba miedo. Chamarilero de oficio, tenía un garbanzo en lugar de nariz, un gran tupé que se le desbordaba por la frente, los ojos negros y profundos y las cejas pobladas y largas. El Barberet era repulsivo. Pelirrojo y con los ojos llenos de legañas, durante la vista sonreía «estúpidamente», según el cronista de El Sol. El Gaña se había dedicado toda la vida a robar –«mi oficio es el robo», llegó a decir– y el Móvil era tan degenerado como sus compinches. A su lado, Luis Verdaguer, el tabernero, parecía un santo varón. Frisaba en los cincuenta y no paraba de llorar. La única prueba incriminatoria era la conversación «en voz baja» que supuestamente mantuvo con los criminales la noche del crimen, pero, en realidad, estaba sordo. La movilización de la sociedad civil consiguió reabrir su caso y en mayo de 1923 fue indultado y puesto en libertad.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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