laura lópez
Segovia
Lunes, 11 de mayo 2020, 13:31
Salen todos a la calle por la puerta de su casa y nada salvo algunos prejuicios podrían impedir a cualquiera pensar que estas ocho personas forman una gran familia. Simón, el marido de Yusela –ambos son venezolanos– bromea sobre el cabello de Mohamed, de ... 18 años y natural de Guinea-Conakri: «Tu pelo parece el coronavirus». Su comentario desata la risa de todos, incluida la del propio Mohamed, quien, tímido pero coqueto, se retoca antes de posar para la foto. Mientras, la otra pareja de la familia, formada por los colombianos Angie y John, corre incansable detrás de sus pequeños, Izam y Gerard. Para completar el retrato, el joven Toumani, de Mali, se mantiene un poco apartado del bullicio aunque, desde su pequeño remanso de paz, acompaña la conversación del resto y deja que se escuche su risa, un poco ahogada por la mascarilla.
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Popularmente conocidos como refugiados, Simón, Yusela, Mohamed, Angie, John, Izam, Gerard y Toumani son solicitantes de asilo después de haber abandonado su país por diversas necesidades y llegado a España en busca de ayuda. Se trata de personas que no han entrado en el Programa de Protección Internacional del Gobierno, por lo que no reciben ningún tipo de ingreso ni subvención y, por el momento, carecen de permiso de empleo, lo que les llevó a pedir ayuda a una ONG como Cáritas.
Encontraron este auxilio en Segovia, concretamente en la calle de San Agustín, donde se ubica la sede de Cáritas Diocesanas, perteneciente a la Iglesia Católica. Esta organización mantiene, no sin esfuerzo, dos pisos en la ciudad en los que acogen a personas en situación de vulnerabilidad y les dotan con los medios básicos para vivir, como alimentos, artículos de higiene o medicamentos. Según explica una de las trabajadoras sociales que se encarga de la asistencia de estas personas, Ángela Rico, el programa se sustenta en la actualidad con una pequeña ayuda de la Junta de Castilla y León y, en gran parte, con los fondos propios de Cáritas, que proceden de donaciones.
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Entre las paredes de uno de estos pisos, que tiene cinco habitaciones y dos baños, vivieron 54 personas el año pasado y en lo que llevamos de 2020, dieciséis. Son muchas personas, que proceden de países muy diferentes y con las más diversas culturas, por lo que la convivencia no siempre ha sido sencilla. «Ha habido de todo», comenta Rico, con una sonrisa.
El matrimonio formado por Simón, de 55 años, y Yusela, de 50, llegó a España desde Venezuela el pasado 18 de febrero y fueron directos para Segovia. Se habían enamorado de esta ciudad hacía mucho tiempo, en 2013, cuando tuvieron la oportunidad de conocerla durante un viaje a España: «Cuando aún podíamos viajar, porque luego nos empobrecieron tanto…», comenta Simón. La ligación con la ciudad castellana va más allá y parece casi una cosa del destino. La pareja explica que en Segovia nació Juan de Villegas, fundador de la ciudad en la que ambos nacieron y que recibió el nombre de Nueva Segovia de Barquisimeto.
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Pero por mucho que les guste Segovia, Simón y Yusela no están en esta ciudad por turismo, ni siquiera por deseo. Están huyendo, según ellos mismos relatan. Huyen, pero no del país, sino del sistema que lo tiene «tomado». Sus tres hijos, con edades entre los 27 y los 33 años, están fuera también, entre Perú y Panamá. Después de vivir ahogados por una situación económica más que precaria –ambos cobraban tres dólares al mes por su trabajo como funcionarios del Estado– y por la represión por su condición de opositores al Gobierno de Nicolás Maduro, este matrimonio tomó la que probablemente fue la decisión más difícil de sus vidas, abandonar la tierra que aman: «Yo amo mi país, es hermoso, yo puedo decir que amo mi país», declara Yusela.
Sin embargo, en la tierra que ama se sintió como una «terrorista», «apátrida» y «traidora». Tras veinte años trabajando para el Estado y catorce como educadora especializada en la defensa de los derechos infantiles, su posición crítica con el régimen hizo que la apartaran poco a poco de sus funciones y acabó condenada al ostracismo, como docente de aula. Simón, con una trayectoria paralela parecida, es formado en periodismo y trabajaba en el Consejo Municipal. Desde allí vio como sus trabajos más críticos con el régimen no eran publicados, sino silenciados: «Me dije 'No puede ser que yo sea un propagandista», relata.
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Por todo ello, y no sin dolor, decidieron abandonar su país. Vendieron absolutamente todo lo que tenían para lograrlo, desde su coche hasta el anillo de graduación de Simón. Después de valorar otras opciones como Colombia, decidieron venir a España porque, según tenían entendido, en este país existían algunas ONG que ayudaban a personas como ellos. Afortunadamente, habían sido bien informados.
Llegaron a España y vinieron directos a Segovia. No tenían nada, pero algo les decía que habían tomado una buena decisión: «Venimos de un sistema en el que sobrevivíamos con tres dólares al mes en un país en el que ni siquiera hay comida para comprar, así que en España no nos vamos a morir de hambre», era el razonamiento que tenían en mente durante estos primeros días tan duros y que ahora reproduce Simón.
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El padre de familia comenta, ahora entre risas, que estaban dispuestos hasta a dormir debajo del Acueducto: «Sabemos que aquí no nos van a atracar o a matar; uno en Venezuela no puede dormir afuera porque lo matan», apunta. Pero cuando acudieron a Cáritas, allí les quitaron de la cabeza la idea de dormir en la calle y, casi tres meses después, se sienten «como unos reyes» en este piso compartido. Ambos agradecen que desde Cáritas estén «muy pendientes» de ellos, desde en el cuidado de su alimentación hasta las medidas de seguridad e higiene a raíz del coronavirus.
Acerca de esta crisis sanitaria y la cuarentena social que ha traído consigo, Yusela reconoce que al principio fue muy duro: «Yo decía 'Vengo de estar presa en un país y ahora caigo presa aquí otra vez'», señala la venezolana. Sin embargo, el estupor no duró mucho y enseguida encontró diversas formas de «hacer algo productivo». Ya ha hecho manualidades, montado un jardín en el balcón y está leyendo 'Cómo ser una mujer y no morir en el intento', de Carmen Rico-Godoy.
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Por su parte, Simón reconoce que el clima frío le ha ayudado a suavizar la angustia de no poder salir de casa: «Nosotros venimos del trópico, de 365 días de playa», comenta, sin abandonar la sonrisa. Para pasar el rato, Simón pidió a Cáritas una guitarra y ahora, cuando está alegre o sentimental, Simón toca unos temas: «No soy un Paco de Lucía», bromea. El resto del tiempo lo ocupa con la lectura de 'El tiempo entre costuras' de María Dueñas, y muchos documentales de YouTube: «Cualquier cosa para nutrirse y crecer», señala.
El 3 de junio de 2018. Mohamed recuerda la fecha exacta en la que llegó a España, quizá porque fue el día en que puso fin a un viaje «muy peligroso» en una embarcación que lo llevó hasta España. Después de pasar un tiempo en Almería, este joven, al que describen como «un trotamundos», pasó por Valladolid, Francia y Alemania antes de volver a España y, desde Madrid, acabar su travesía en Segovia en junio del 2019. Vino a esta ciudad porque tenía amigos aquí y desde septiembre de ese año está viviendo en este piso compartido con el resto de refugiados.
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En Segovia encontró seguridad, libertad y un pequeño espacio en el que seguir cultivando su gran sueño, que le motivó en primer lugar a viajar hasta Europa: ser futbolista profesional. Practica este deporte desde pequeño y es bueno en ello, aunque le da pudor reconocerlo: «Para mí, sí, pero no sé para otras personas…», señala, entre risas. En Segovia ha encontrado un equipo con el que jugar y esto es, sin duda, uno de los hábitos que más echa de menos. Para él, ver partidos desde casa no es ninguna solución, porque a él, lo que le gusta, es practicarlo.
Mohamed reconoce que ha pasado mucho miedo con el paso de la pandemia por su vida. Ha temido por su seguridad también por la de sus seres queridos al ver las noticias de su país, Guinea Conakry, donde, según sabe, la situación es «muy peligrosa».
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El joven natural de Mali lleva casi un año en España y dos meses compartiendo piso con su nueva familia en Segovia. Después de haber vivido con un amigo cinco meses muy duros, ha encontrado su pequeño oasis de paz. Sin embargo, esta tranquilidad se ha ido transformando en aburrimiento a raíz del confinamiento. Toumani lamenta no haber podido salir a pasear hasta hace unos pocos días más que por el salón y la habitación de su nueva casa. Divide su tiempo entre su móvil, algunos libros, aprender español y limpiar su domicilio y el portal del edificio con especial dedicación, con el fin de blindarlo de posibles contagios.
Aunque desea que este peligro pase, Toumani tiene miedo del futuro, más incierto aún para personas como él, que aún no posee permiso de trabajo para comenzar a buscar empleo. Cuando llegó a España en avión, por Barcelona, lo hizo con el objetivo de buscarse la vida y la sencilla ambición de «estar bien», deseo que a sus 25 años no vio realizable en su país de origen, Mali. Ahora está más cerca que nunca de alcanzar su ansiada felicidad, que nunca será completa mientras se encuentre lejos de su familia. Toumani confiesa con tristeza no saber nada de sus seres queridos desde que se separó de ellos; ni siquiera, si están vivos o no.
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E l núcleo más numeroso dentro de esta gran familia está formado por Angie, de 24 años, John, de 31, y sus dos hijos, Gerard, de 7 e Izam, de poco más de uno. Llevan en España desde finales del año pasado y, a pesar de que sus comienzos en su nuevo país no fueron nada fáciles, esta fue la única salida para esta familia, víctima del conflicto armado. Según narra la madre de familia, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) mataron a su padre, que era transportista y pagó con su vida el precio de no colaborar con la extorsión a la que trataron de someterle. Después de este traumático incidente, la familia se vio partícipe de un enfrentamiento del que decidieron huir, en busca de paz.
Seducidos por la facilidad del idioma y pensando sobre todo en los niños, decidieron que España sería el escenario de su deseada libertad. En primer lugar, John viajó hasta Barcelona en septiembre del año pasado para abrir el camino a su familia, pero su situación se complicó de forma extraordinaria cuando, apenas después de dos días, le robaron todas sus pertenencias en el hotel. Con esfuerzos redoblados y algún que otro favor, consiguió que Angie viajase dos meses después con los niños. Sin embargo, en diciembre, la familia se vio de nuevo sin nada y acabaron durmiendo los cuatro en la calle. Desesperada, Angie pidió ayuda a su madre y esta contactó con una amiga, cuya hija vivía en Segovia.
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Después de haber sido acogidos por un tiempo en casa de esta amiga, la familia,natural de Cali, acudió a Cáritas, organización que les brindó la oportunidad de vivir en este piso. Ahora tienen un techo, comida, bienes de primera necesidad, y una dedicada atención social por parte de trabajadoras como Ángela Rico, quien hasta se encarga de poner tareas a los pequeños.
La pareja dice estar feliz después de todo lo pasado en la nueva casa, donde la convivencia es muy buena e incluso organizan comidas para compartir un rato todos juntos. Lo de sobrellevar la cuarentena social con dos niños en casa tan pequeños ha sido un camino que tampoco ha estado exento de retos. Angie relata que a menudo los niños lloraban y se quejaban por no poder salir y, desde el primero día que el Gobierno permitió la tregua a los más pequeños, estos salieron disparados, correteando para quemar toda la energía que habían guardado todo este tiempo.
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Para esta familia, el futuro no se prevé como un horizonte mucho más llano que el de su tortuoso pasado. Angie probablemente consiga este mes el permiso de trabajo porque su proceso ha ido más rápido, pero John aún tiene que esperar a su cita en junio para solicitar los dichosos papeles y, a partir de entonces, esperar al menos seis meses más para poder trabajar. Además, la excepcionalidad de esta crisis sanitaria puede hacer que todos los trámites se ralenticen. Aun en el mejor de los casos, Angie deberá encontrar un empleo, tarea extraordinariamente difícil en medio de la crisis económica que parece que seguirá a la sanitaria.
Esta serie de inquietudes resuenan en la mente de Angie, al igual que en la del resto de sus compañeros de piso. Su situación de vulnerabilidad ha conocido una tregua durante los últimos meses gracias a la beneficencia, pero una voz en su interior a menudo les recuerda algo: Aún falta mucho tiempo y esfuerzo para que puedan celebrar que han encontrado, al fin, su tan merecida paz.
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