Antonio Díez, con su hijo y sus empleadas, el último día de trabajo. El Norte

Segovia

Cierra el Dia de San Lorenzo, la franquicia que se convirtió en tienda de barrio

La jubilación de Antonio Díez acaba con un negocio que asumió para llenar sus últimos años de vida laboral con una plantilla fiel y un cliente diario

Lunes, 7 de octubre 2024, 17:56

San Lorenzo ha perdido su supermercado de barrio, el local que aunaba la cercanía de un comercio tradicional y la variedad de una franquicia. Antonio Díez abraza su jubilación tras ocho años y medio al frente y más de tres décadas dedicadas a la alimentación, ... una trayectoria que empezó en el mismo lugar en el que termina, en la esquina entre Vía Roma y la calle Riaza, donde vive, al lado del puente. Vio cómo aquel garaje que alojaba a ambulancias y coches fúnebres se transformaba en local comercial con distintos paraguas: Súper Eu –de Eulogio–, Caprabo, Eroski y Dia, que para su sorpresa ha decidido cerrar tras su marcha. Porque el negocio funciona y los vecinos son más que clientes. El tiempo dirá si es una solución permanente o si la empresa llega a un acuerdo para el alquiler y reabre la franquicia.

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Antonio, sin familiares vinculados a la alimentación, encontró una solución cuando la extinta fábrica de cables de Segovia empezó a despedir trabajadores. «Me metí de casualidad». Entró en Súper Eu en los 90 y habla de un sector con un funcionamiento parecido al actual. «Lo que no había es tanto ordenador, todo era a base de papel y lápiz». Aún conserva por nostalgia apuntes manuscritos. «Es parte de mi vida».

Participó en el montaje del supermercado de Vía Roma y empezó su rotación por otros puntos de venta, desde la actual sede del Sprinter, en la avenida de la Constitución, a La Granja de San Ildefonso, donde fue a cubrir una baja maternal y se quedó seis años. «Se me ocurrió preguntar cómo era el tema de las franquicias. Como yo tenía que irme de aquella tienda, consulté con mi mujer y me metí en este embolado. Con 56 años ya estaba la cosa complicada para encontrar trabajo. Y mi idea era tener algo hasta la jubilación. Después de tantos años en la alimentación, muy mal se tiene que dar para no salir adelante».

«Ha sido duro para todos los clientes del barrio, yo incluido. Me tengo que ir a hacer la compra a otro sitio»

Antonio Díez

Un periplo de ocho años y medio para una vida laboral que terminó el 1 de octubre. La clave: «He conseguido un equipo divino». Cristina, Nona, Miriam, Carmen, Nerea y su hijo Daniel, una foto para enmarcar en el último día de la tienda. La última en llegar lo hizo hace año y medio para cubrir vacaciones y se quedó. Por el camino quedan relaciones contractuales de larga duración –tres superan los ocho años–, un prodigio para un sector donde manda la temporalidad. «Desde el principio, les hice fijos. Yo era el jefe, pero a la vez era compañero. Éramos una familia para sacar la tienda adelante. Mi gran miedo era que no diera para poder pagar al personal y puedo decir que eso no ha pasado nunca».

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Tras una amplia trayectoria como responsable de tienda, su método no cambió, aunque sí los horarios: de trabajar dos tardes semanales a 14 horas diarias de lunes a sábado. El despertador sonaba a las 6 y llegaba a la tienda a las 6:30 para descargar los camiones y colocar lo más delicado –carne y fruta– para que el cliente encuentre la tienda «despejada» a las 9. La yincana continúa: cobrar al cliente, hacer pedidos y seguir colocando género, desde yogures a latas de conserva, lo menos urgente. «Miras fechas de caducidad, poner pegatinas a los productos de oferta antes de tenerlos que tirar, revisar los albaranes a ver si viene todo y hacer las reclamaciones cuando falta algún producto. Son muchas poquitas cosas». Se iba a comer a las 3 y volvía a las 7, siempre con el móvil cerca. Y a gestionar el cierre: desde los pedidos 'on-line' del día siguiente a cubrir los huecos que quedan en las estanterías. Hasta las 21:30. A las 12, a la cama. Y hasta el día siguiente. Los domingos libres y diez días de vacaciones al año.

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En cuanto supo la fecha de su retiro, informó a sus empleados antes de transmitírselo a la cadena –el plazo mínimo es de tres meses–, que le comunicó una semana antes de que lo dejara, que la tienda no continuaría. «Pensaba que seguiría abierta, siempre se ha hecho así. Me quedé a cuadros, la tienda funcionaba». Con el «típico cliente del día a día», que compraba por la mañana y hasta repetía por la tarde. La tienda de barrio con un surtido más amplio –un local con 400 metros da para más botes de tomate o yogures– y una población de avanzada edad que vive en la zona, pero también de nuevas generaciones.

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«Los nietos querían merendar mortadela esa tarde y compraban ya la leche del desayuno del día siguiente. Pasaban a por el pan a la que venían del paseo. O después de trabajar, a por la cena». Así que no oculta el disgusto. «Ha sido duro para todos los clientes del barrio, yo incluido. Me tengo que ir a hacer la compra a otro sitio, no puedo ir a la tienda, que la tenía al lado». Una de las ventajas del cierre para Dia, aunque abra de nuevo en unos meses, es que el nuevo franquiciado no suma los contratos del antecesor y su antigüedad. Así que los seis empleados de Antonio van al paro.

No niega que cuando cogió el negocio oteaba un escenario en que su hijo se quedara con él. «Ha visto que no es color de rosa, es muy sacrificado. Ganas un poco más que un sueldo normal, pero si comparas las horas que echas con lo que sacas…». Vacaciones escasas supeditadas al personal, y obstáculos permanentes a la conciliación. «Disfrutar de la familia, poco. Yo tenía ya 56 años cuando lo cogí, pero él tiene un hijo de dos años». Y una cabeza que nunca desconecta. «La empresa eres tú». En cuanto hizo cuentas, dijo basta –cumple los 65 en abril– porque tiene que cuidar sus vértigos y una salud maltrecha tras pasar el covid. «Con 49 años y pico cotizados, yo creo que ya merezco una jubilación buena con mi familia y mi nieto».

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