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B. M. C.
Segovia
Jueves, 30 de agosto 2018, 13:17
Rosa es una mujer excepcional. Nació en Cozuelos de Fuentidueña en 1918, pero pronto dejó su pueblo, a sus tres hermanos y a sus padres –Antolín Benito y Apolonia Sanz– para labrarse un futuro mejor. Primero trabajó en Aguilafuente y después se fue a Adrados, donde se enamoró de Félix Castro, el que habría de ser su fiel compañero durante más de seis décadas. Siempre juntos, en una casa molinera pegada a la carretera que lleva a Hontalbilla, criaron a sus nueve hijos y consiguieron, con los escasos ingresos del campo, proporcionarles a todos una buena educación.
Y este jueves, 30 de agosto, cumple cien años. «Jesús», resopla con una sonrisa en la sala de ocio de la residencia de Tres Casas. Rosa mantiene una fortaleza mental y física pasmosa para su edad. En un año se ha recuperado de una rotura de cadera y, contra todo pronóstico, ha vuelto a caminar. Y sigue jugando a las cartas.
También reza, siempre lo ha hecho. «A diario. Por todos», asegura. Las capillas portátiles de Santa Gema y de la Virgen de El Henar tenían un lugar privilegiado en el cuarto de estar de su casa. Las velas de aceite siempre acompañaban a las imágenes que escuchaban sus ruegos, casi siempre relacionados con la salud de su familia. Y parece que han funcionado.
Hoy Rosa puede presumir de tener 18 nietos y 22 bisnietos repartidos por media España y parte del extranjero. En Sídney (Australia) vive su hijo Vicente, tres nietos (John, Robert y Mary Jo) y dos bisnietos (Xabier y Mia); a Irlanda se ha ido Marta, que el 13 de enero dio a luz al benjamín de la familia, Mateo, y en Segovia, Madrid, Toledo y Barcelona residen el resto de la prole. Todos con salud. De eso se ha encargado la abuela Rosa con cientos de rosarios.
Todos la recuerdan sentada en su sillón de mimbre haciendo ganchillo junto a la ventana. Allí esperaba la visita de cualquiera de sus hijos –Luis, Juanita, Vicente, Antolín, Julio, Iluminada, Margarita, Poli y Ángela– para ofrecerles unos bollos F. Soria de Campaspero y, si se quedaban el domingo, un arroz caldoso «inigualable» que preparaba en la bilbaína «con algo de pollo de corral, una lata de berberechos y otra de guisantes» que estiraba para que igual pudieran comer diez que veinticinco.
Y en la sobremesa siempre había partida. Todos en esta familia saben jugar a la brisca y al tute, una afición que aseguran le ha servido a Rosa para ejercitar la memoria y ha contribuido a que llegue a la centena con las facultades intactas.
Rosa soplará cien velas con la naturalidad que le caracteriza. Con la misma sencillez que ha vivido un siglo entero, con la misma tenacidad que desprendía en el campo o con el mismo mimo que cuidaba el ganado.
Sus manos no delatan su edad, tampoco su aspecto físico parece ser el de una centenaria. Solo su mirada nos desvela que por esos ojos claros han pasado millones de imágenes, muchas durísimas, y otras de satisfacción plena. Cien años dan para mucho querida abuela.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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