Los tres voluntariios, en las instalaciones de Cruz Roja Segovia. Óscar Costa
20 años del 11M

Un autobús de Cruz Roja al epicentro del dolor

Mariu, Marta y Felipe recuerdan el caos tras el atentado y relatan imágenes que perduran en su mente 20 años después: una «abuelilla» hondureña y un niño abrazado a un féretro

Domingo, 10 de marzo 2024, 00:43

Mariu Díaz-Miguel y Marta Domingo amanecieron el 11 de marzo de 2004 en Segovia. La primera, sirviendo en una cafetería; la segunda, esperando pacientes. Sin saber que no volverían a probar bocado desde el desayuno, que serían las embajadoras del dolor o de la ... esperanza, la trabajadora social y la psicóloga que debían acompañar a los rostros consumidos que llegaban a Ifema porque su familiar no cogía el teléfono. Ese convoy de emergencias segoviano de Cruz Roja fue a echar una mano al mediodía y volvió de madrugada con el corazón roto. Veinte años después, ambas recuerdan con el nudo en el estómago a la «abuelilla», la madre de una hondureña de 34 años que murió junto a su marido.

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Marta llegó a las ocho de la sede de Cruz Roja, que ya era una «marabunta» en la que todo se paralizó. Lo primero que hizo el personal fue donar sangre en el hospital, aunque ella no pudo porque le bajó la tensión por los suelos. «En mi vida me había pasado». Mariu empezó la mañana poniendo cafés y les dijo a sus jefes que era voluntaria del ERIE, un equipo de respuesta inmediata a emergencias, algo que enorgulleció a la tahona, que puso en el local un recorte de periódico. Al mediodía ambas estaban en el microbús con sanitarios, psicólogos y trabajadores sociales que puso destino a Ifema. Las instrucciones justas, que se pusieran por parejas. Ellas hicieron a suya. «Vivir esa situación con una amiga te da fuerzas».

«Recuerdo a un niño de unos ocho o nueve años abrazado al féretro de su padre y no había manera de despegarlo de ahí»

Felipe Vicente

Cuando aquel autobús llegó, entraron en otro planeta. «Todos habíamos visto lo del 11-S y nos preguntábamos si nos encontraríamos lo que habíamos visto en la tele», recuerda Marta, parte de un grupo muy joven que se estrenó en un atentado con 191 muertos y 1.857 heridos. «Era algo muy nuevo, cuando te apuntas nunca piensas que va a pasar algo así. Al bajar fue una bofetada de realidad. Había muchísima gente, pero lo que recuerdo durante todo el día era mucho silencio», añade Mariu. Su tarea era apoyar a los familiares, acompañarlos a la planta de arriba para que consultaran las bases de datos. «Extraoficialmente, nos dijeron que si salía el nombre rápidamente era buena señal porque estaba en un hospital». Con cierto alivio, los taxis les llevaban gratis al centro de turno. Aquella mujer con el abrigo marrón que llegó histérica y salió pitando. «El problema era cuando no salía».

Llegó la «abuelilla», con esa «cara de tristeza y angustia» porque buscaba a su hija y su yerno mientras llevaba a sus nietos adolescentes. «La típica escena de 'no me han dicho nada, pero sé lo que ha pasado'». El ordenador no encontró rastro, así esperaron en una pequeña sala, como la de un tanatorio. «No puedes darles esperanza, pero intentas que estén lo mejor posible, hablar con los chicos, pasarle a ella la mano por el hombro. Hasta que llega el fatídico momento en el que suena por el altavoz 'familiares de'». Ellas se quedaron con los niños mientras la mujer entraba para reconocer los cadáveres y confirmaba que sus nietos eran huérfanos. A partir de aquí, se nublan los recuerdos, pero la historia representa el drama de tantos nombres que no reconoció el buscador. «Aun así, la mujer era muy amable, con una sonrisa, muy resiliente».

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«No puedes darles esperanza, pero intentas que estén lo mejor posible»

Mariu Díaz-Miguel

Aquel día el tiempo desapareció como variable. «Pierdes la necesidad de comer». Había equipos de emergencia de las provincias limítrofes de Madrid y con el paso de las horas llegaron equipos de Huelva o Cataluña. «No es operativo tener a mucha gente en medio, así que llegó un momento en el que ya te cogían el teléfono y te mandaban a casa». Estuvieron hasta la madrugada. «Están muy cansada, pero quieres quedarte. ¿Y si me necesitan?».

Marta durmió unas horas por puro agotamiento y al día siguiente volvió a un pabellón de Alcalá de Henares. «Es como si fueses a un tanatorio. Lo que me impresionó es cómo colocaban los féretros en la pista, con las coronas y los familiares al lado». Lugares de luto colectivo porque los tanatorios estaban desbordados. «Hubo apoyo psicológico, pero fue más sanitario. Desmayos, ansiedad…». Estuvo una semana sin apenas dormir, en parte porque buscaron a los hijos de aquella mujer, vieron su rostro en el periódico, leyeron su historia. «Yo les tenía en mente constantemente», coincide Mariu.

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«Lo que me impresionó es cómo colocaban los féretros en la pista, con las coronas y los familiares al lado»

Marta Domingo

Felipe Vicente, el veterano de aquel equipo de Cruz Roja, asistió a sus compañeros cuando todo pasó –incluso en Ifema había un departamento para atender a los propios psicólogos–, pero el recuerdo que perdura en su mente lo vivió en aquel pabellón de Alcalá. «Llegó un féretro, lo dejaron solo y empezaron a venir familiares. Recuerdo a un niño de unos ocho o nueve años abrazado al féretro de su padre y no había manera de despegarlo de ahí. Tremendo. Ahora mismo lo estoy viendo».

El día antes, Felipe lo pasó acompañando a dos mujeres que esperaban noticias de su madre. Tras buscarla en los hospitales, desembocaron allí. «El Samur iba de manera muy lenta al principio porque había muchos trámites que hacer». Él les acompañó en una pequeña sala desde primera hora de la tarde hasta que le dieron el relevo en la madrugada. Se marchó sin noticias; al día siguiente supo que había fallecido. «A medida que pasaba el tiempo, la angustia era mayor. Ese tiempo de espera es agotador para ellos porque no saben qué ha pasado. Sirves para escucharles, recabar más información, disminuir el estrés y que afronten una realidad que tienen delante, que al principio no quieren ver».

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Lo primero que recuerda de la experiencia es la angustia. «Llegas allí sin esperar nada y ves que hay una cantidad de gente por todos los sitios…». Después del caso inicial, una cierta organización. «Incertidumbre, dolor, rabia, impotencia. Son elementos que desde un punto de vista psicológico tienes que intentar controlar. Valorar mucho los silencios, respetar las comunicaciones. Son muchas emociones expresadas en muy poco tiempo». Tampoco olvida la vuelta a Segovia. «El silencio aterrador, cada uno iba meditando sus historias. Empiezas a pensar en todo lo que ha pasado, todo lo que le espera a esa gente».

Pese a la atrocidad, Felipe sintió orgullo en la respuesta. «Ante situaciones de este tipo, el ser humano es capaz de dar lo mejor de sí mismo con tal de ayudar. No te puedes quedar impasible. Estoy seguro que algo dentro de mí cambió. Si toda esa unidad hubiera tenido una continuidad a otros niveles, seríamos la bomba. Pero esto luego pasa y empiezan las discordancias».

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