«Todo irá bien, y todo irá bien y toda clase de cosas irán bien». En momentos de tristeza o de ese vacío que imponen las ausencias que una vez fueron presencias y acompañaron e influyeron en nuestras vidas, conviene coger de la mano las ... palabras de quienes nos enseñaron a mirar al dolor con esperanza. Qué curioso que nada más conocer la noticia de tu muerte haya reparado en un cuadro que, de tanto conocer tu pintura, nunca había mirado con detenimiento. El cuadro tiene una particularidad: Un nombre ocupa la parte inferior, no como una firma, no como un pequeño rótulo que nos indicara el título o la dedicatoria. No. Son letras grandes que ocupan un espacio importante en la pintura. Es el nombre de Juliana de Norwich, la mística inglesa, una de las más grandes escritoras místicas cristianas, autora de la cita que encabeza este recuerdo. Juliana de Norwich, cuyos escritos acompañaron tus horas de lectura en el estudio, como los de Hildegarda de Bingen y, por supuesto, los de tu gran amiga, María Zambrano.
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El cuadro transmite una paz que es asimismo consuelo. Una mano, de rasgos femeninos sostiene la palma hacia el cielo, como esperando un don; una pequeña esfera roja se sitúa entre ella y otra esfera de mayor tamaño casi transparente. Todo el cuadro, esa especie de cielo líquido o mar celeste en que el azul ha perdido su tonalidad más obvia en favor de una coloración más sutil, conduce a esa transparencia que buscaste con ahínco en tu pintura. Cielo, Tierra, Fuego… lo humano y lo divino parafraseando a quien tanto querías. El cuadro, misterioso, como tantos en tu obra que indagaban en el misterio de la vida y de lo que la vida nos esconde, que está dedicado a la mujer que vivió emparedada en la iglesia de San Julián de Norwich, va precedido por la cita de T. S. Eliot, el poeta que también cogió de la mano las palabras de la mística y escribió en sus Cuatro Cuartetos: «Toda suerte de cosa irá bien/ cuando las lenguas de llama se enlacen/ en el nudo postrero del fuego/ y el fuego y la rosa sean uno».
Miro ahora un pequeño cuadro que me acompaña desde el principio de nuestra amistad, una esfera lunar o planetaria, las tierras rosas, el azul… Siempre el azul. Y su visión me hace pensar que has cerrado un círculo vital y artístico coherente. Coherencia que no es sinónimo de acomodo sino de búsqueda en las profundidades de un camino que en seguida elegiste o te llegó como tarea ineludible. Mirabas al cielo desde el placer de vivir en la tierra. Escuchabas las palabras de los grandes maestros, la música de los grandes maestros, componías así la partitura de tu obra, desde la soledad habitada de tu estudio. Horas y horas sin mirar a los lados, sin dejarte llevar por modas, mercados o tendencias. San Juan de la Cruz era para ti suficiente tendencia.
Nombro al poeta con mayúsculas y recuerdo aquella tarde de frío invernal segoviano en el que subimos la cuesta de las ermitas del santo desde ese valle sagrado al que volvíamos caminando una y otra vez. Estaba también el poeta Luis Javier Moreno con el que te habrás reencontrado allí donde estés. Las fotos que atestiguan que visitamos al autor de Llama de amor viva nos muestran ateridos y sonrientes. Ahora, y desde hace un tiempo, piso una y otra vez las huellas de los ausentes.
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En tu esfera terrenal tres vértices dibujan la constelación de tu vida: Segovia, Madrid, Ronda, esta última, la ciudad que te acogió como una madre adoptiva, a donde regresaste porque en ella estaban las raíces de tu padre. La que acoge ahora una parte importante de tu obra. La que inspiró una buena parte de ella. Las tres lo hicieron.
He releído con miedo lo primero que escribí sobre tu obra con la mirada aún no contaminada y con la frescura de la inexperiencia. Fue un texto para una exposición colectiva en la que estaban los nombres que dan brillo a la historia de la pintura en Segovia en el siglo XX . En ella decía que nunca la pintura, y menos para ti, ha sido o será un lujo superfluo y que quizás eso lo aprendiste de otro de tus grandes maestros, Juan Manuel Caneja, quien hacia el final de su vida supo integrar lo oscuro «en una Castilla dorada y silenciosa». Releo también esos Cielos pintados que dedicó a tu obra María Zambrano: «Auguro y espero muy en breve –decía la autora de 'La tumba de Antígona'– que aparezca este abrazo que nos dé la aurora ya anunciada».
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Ahora que la aurora te ha abrazado por fin, evoco una amistad hecha de palabras y en su celebración te dejo estas mías, torpes, pero que vistas desde este tiempo me recuerdan a ti. El poema lleva el título de tu color favorito: Azul
«Si has de volver/ que tus ojos reflejen/ la última luz de tierra adentro. / Que tus manos conserven/ el tacto anaranjado/ de las piedras consagradas/ y tu lengua reconozca / la oración del hereje y el graznido del águila. // Si has de llegar/ que sea a esta playa/ porque sólo aquí es cierto el azul / como un recuerdo de huellas de arena y gaviotas mudas. // En invierno y siempre azul».
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