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Carlos Álvaro
Domingo, 26 de marzo 2017, 19:57
Desde mañana, la Torre Iberdrola de Bilbao acoge la exposición La memoria recobrada. Huellas en la historia de los Estados Unidos, una selección de más de doscientas obras de arte, documentos, mapas, trajes, miniaturas y escenificaciones que dedica especial atención a la contribución de los vascos a la exploración, la navegación y el comercio, así como la inmigración a Norteamérica, desde los inicios de la presencia hispana en el continente hasta el siglo XX.
Entre las obras expuestas figura la escultura del primer embajador español en los Estados Unidos, el bilbaíno Diego de Gardoqui, obra de Luis Antonio Sanguino, cuyo original se encuentra instalado en el Benjamin Franklin Parkway de Filadelfia. «Fue una escultura que me encargó el conde de Motrico, José María de Areilza, cuando era ministro de Asuntos Exteriores. Bueno, hace cuarenta años que la hice, y se han acordado de ella. Me parece bien», asegura el escultor.
Sanguino (Barcelona, 1934) nos recibe en su casa de Valdeprados. Es un castillo del siglo XIV que compró hace treinta años y convirtió en vivienda y estudio. Los bustos de Dalí, Cela o Juan Carlos I; las estatuas de Juanita Reina, Julio Robles o el Yiyo nos acompañan hasta el acceso de la casa castillo, convertida en un museo escultórico de primer orden. «Aquí descansó una noche Isabel la Católica, antes de llegar a Segovia para ser proclamada reina de Castilla», presume Sanguino mientras nos franquea el paso.
«Soy catalán pero no ejerzo, según está la cosa», apunta. Sanguino nació en Barcelona, en el seno de una familia noble que se vio obligada a abandonar la Ciudad Condal tras el estallido de la guerra. Residió con sus padres y hermanos en distintos lugares, y en la provincia de Córdoba pasó buena parte de la infancia. «Empecé a trabajar muy joven. Era un niño y ya quería ser escultor. Durante la guerra, como no teníamos luz y utilizábamos muchas velas, con la cera derretida empecé a hacer esculturitas. Así hasta hoy, que tengo ochenta y dos años», dice.
Con dieciocho, Sanguino se presentó al concurso para trabajar en la construcción del Valle de los Caídos. Por aquel entonces, ya había hecho diversos trabajos y ganado varios premios. Los bocetos sobre los ejércitos (Tierra, Mar, Aire y Milicias) que presentó gustaron mucho y lo llamaron. Fue su maestro Federico Coullaut Valera quien lo animó a concurrir para que se diera a conocer, aunque le advirtió de que, probablemente, no ganaría. «Mis esculturas están situadas cerca del altar mayor. Son de granito. Las hice en la sierra. Fue toda una experiencia. Y me pagaron bien, ¿eh? Recuerdo que los otros escultores y yo trabajábamos los modelos en una de las salas del Palacio de Oriente, cerca del Patio de la Armería. Franco venía a vernos cuando acudía a la ceremonia de las credenciales. Todos queríamos decirle algo, pero... te quedabas mudo. Era un hombre muy bajito, pero impresionaba. Mire, los hombres que más me han impresionado fueron Franco, Kennedy y Juan Pablo II».
Y se fue a Nueva York...
«Me fui con unas fotografías de las esculturas del Valle de los Caídos y nada más. Era muy joven y apenas tenía obra. Allí me presentaron a la Sociedad Nacional de Escultores y me hicieron miembro de la Asociación Cultural de Estados Unidos. Bueno, empecé a moverme de un lado a otro y a trabajar, a defender la vida. La de Estados Unidos fue una etapa extraordinaria. Procuré dejarme ver, estuve en una buena galería, conocí a Dalí, a Castroviejo, al hijo de Negrín... Había mucha gente importante viviendo en América, unos por trabajo, otros exiliados... Trabajé como un loco, pero también disfruté mucho en el círculo de españoles, siempre alrededor de la guitarra y el flamenco...».
¿Cómo conoció a Dalí?
«Una mañana temprano era sábado o domingo sonó el teléfono: Soy Salvador Dalí, dijo. No me lo creí, pero insistió y acabé pidiéndole perdón. Me aseguró que le habían dado referencias mías, que era un escultor con proyección y al mismo tiempo el rey de los gitanos en Nueva York... En otra ocasión le pregunté por qué siempre hablaba del dios Dólar. Si no tiene dinero, hará usted el trabajo que le pidan los demás, pero si lo tiene, hará el trabajo que a usted le dé la gana. Por eso es tan importante tener dinero, me contestó. Dalí era un personaje, tal cual lo recordamos. Un show».
Sanguino abre las puertas de su taller y muestra los trabajos que tiene en marcha, entre ellos un gran busto del presidente Suárez que algún día le gustaría ver en el aeropuerto de Barajas, ahora que lleva su nombre. «Yo soy de la vieja ola, ¿sabe? Cuando era niño ya creía en una serie de cosas, y las sigo creyendo. Yo soy un escultor y lo que hago son esculturas, no estatuas. La estatua es una cosa estática y fría. La gente ni convive con ellas ni expresan nada. Yo creo que los escultores marcamos parte de la historia. Nuestros trabajos son documentos duraderos. Después de siglos se han encontrado esculturas bajo tierra y gracias a ellas sabemos cómo eran Pilatos, Nerón, Séneca y mucha gente. Dejas retratos de presidentes, de escritores... Creo que estamos aquí para marcar el momento que nos toca vivir».
En 1976, de nuevo en España, Sanguino recibió la Cruz de la Orden de Isabel la Católica de manos del nuevo Rey. Era el reconocimiento por todo lo que en Estados Unidos había presumido de ser español. «Esta jodía España tira mucho, y cuanto más lejos estás, más te acuerdas de ella», observa Sanguino. Pero antes de asentarse de manera definitiva, todavía le quedaba la aventura mexicana. «Hice un busto del presidente López Portillo y conseguí regalárselo. Nos recibió en el palacio presidencial y me preguntó que si me gustaría trabajar en México y si sabía hacer caballos. Y me encargaron una ecuestre de seis metros. El encarguito fue de aquí te espero..., pero entré por la puerta grande. Y allí me quedé ¡trece años!».
Casi tres decenios lleva Sanguino en su casa segoviana de Valdeprados, donde vive con su segunda esposa, Curra Álvarez. «Al principio, veníamos de visita, pero pasado un tiempo pensamos en comprar algo. En Segovia, en la capital, hay varias esculturas mías, la estatua y el busto de Cándido, el busto de Juan Pablo II de la Fuencisla y el monumento a la Guardia Civil, más reciente. Nadie es profeta en su tierra, y Segovia ya es un poco mi tierra también. Aquí no me ha ido tan mal. En Valdeprados he encontrado tranquilidad para trabajar, y eso me ha venido muy bien, que yo siempre he sido muy folclórico, de mucho alternar».
La visita concluye en el museo taurino que el artista tiene dentro de su propia finca. Nada más abrir la puerta, emerge de la oscuridad el busto de Federico García Lorca. Muy cerca está el de Rocío Jurado. La escultura que corona el mausoleo de la artista en Chipiona salió del taller segoviano de Sanguino. «Es imposible decir con cuál de todos los trabajos que he hecho me quedo. El de Hemingway de Pamplona, el del Papa Juan Pablo, imagínese... He hecho siete u ocho presidentes de México, vivos y ya fallecidos... Hice a Franco, al Rey, bustos de gente muy importante, banqueros... Rocío Jurado era una gran amiga y al mismo tiempo una cantante extraordinaria y una mujer llena de vida. Juanita Reina, Belmonte, Paquirri, Antonio Bienvenida, Andrés Vázquez, Serranito, Paco Camino, el Yiyo... Picasso, Dalí, García Lorca. Me encantó hacer el busto de Federico... Es muy difícil decir solo uno».
El escultor se queda faenando. «Cada cosa a su tiempo. Cuando eres joven, no te importa trabajar más; cuando eres viejo, tiras del molde y trabajas más el bronce... Pero aquí sigo. Un artista nunca se jubila».
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