Carlos Álvaro
Domingo, 26 de marzo 2017, 13:00
«Pues sí, hay danzas y canciones, y tonadillas de boca y dulzaina en Castilla, de ritmo y de estilo variadísimos y de una originalidad perfecta. No lo digo por decir. Están ahí, en mi cancionero [...] Yo mismo las he escuchado en los pueblos y aldeas castellanos, y las he ido transcribiendo [...] Algunas ya las conocía porque yo he sido palurdo, auténticamente palurdo, y no me avergüenzo de ello, ni mucho menos».
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Cuando Agapito Marazuela (1891-1983) pronuncia estas palabras, tiene cuarenta y un años y acaba de ganar el Premio Nacional de Folclore gracias a su Cancionero de Castilla la Vieja. Ha dedicado su juventud a recorrer aldeas en busca de esas danzas y canciones que ya solo chapurrean los viejos y su principal inquietud es llegar a tiempo para que nada de ese tesoro se pierda. «Yo me he propuesto recogerlos lo más rápidamente posible. Ahora mismo ya no los cantan más que personas de sesenta años para arriba. Es urgente llegar hasta ellos».
Agapito Marazuela nació en Valverde del Majano el 20 de noviembre de 1891, en el seno de una familia de artesanos y campesinos. Su infancia estuvo marcada por la enfermedad. Una meningitis lo dejó casi ciego cuando solo tenía cuatro años. A los siete lo operaron en Madrid, pero la intervención no salió bien y las gafas gruesas lo acompañaron de por vida. Pero, como no hay mal que por bien no venga, la limitación física le permitió refugiarse en la música. «A los doce años ya tocaba la dulzaina, y era contratado en las fiestas de los pueblos. ¡Lo que he corrido yo así! Después, la afición principal, a la que he dedicado mi vida entera puede decirse, ha sido la guitarra», confiesa en 1932. El artista en ciernes decide aprender guitarra y entregarse de lleno a una actividad que le encanta. Para ello se traslada a Valladolid, pero la repentina muerte de su hermana lo devuelve a Segovia, a la vera de sus padres. Sin embargo, en 1923 se instala de manera definitiva en Madrid, donde empieza a relacionarse con músicos y guitarristas y amplía conocimientos, a veces de manera autodidacta. Dos años después ya deslumbraba con su arte en los numerosos conciertos que ofrecía.
González Herrero definió a Agapito como «intelectual de España» en más de una ocasión. Y no le faltaba razón. Intelectual fue la labor que hizo, y como un intelectual vivió en aquellos años veinte y treinta gloriosos para la cultura española. Marazuela formó parte de una generación de intelectuales irrepetible: Carral, Quintanilla, Otero, Grau, Barral, Cobos, Arranz... e incluso Antonio Machado, a quien tuvo ocasión de conocer: «A mí me pareció un hombre muy sencillo, muy simpático; me impresionó más que nada por su sencillez», dijo de don Antonio.
Agapito brilló en la España republicana. A finales de 1931, ofreció un recital de guitarra en el Ateneo de Madrid que hizo las delicias de un público muy selecto, pero 1932 fue su gran año porque ganó el primer premio del Concurso Nacional de Folclore de España y las Islas gracias a su Cancionero de Castilla la Vieja, elaborado a base de cantos de siega, esquileo, rondas e íntimos. Precisamente en sus excursiones por los pueblos, Marazuela tuvo la oportunidad de comprobar el lacerante atraso del país. Él simpatizaba con los socialistas y colaboró en la obra republicana a través de las Misiones Pedagógicas, pero acabó afiliándose al Partido Comunista de España. Ya en guerra, el de Valverde del Majano toma, con otros afines, el Centro Segoviano de Madrid y organiza las llamadas Milicias Antifascistas Segovianas. Pero Agapito no empuña las armas. Su labor está en el campo cultural. En 1937 acude con los danzantes de Abades a la Exposición Internacional de París. Allí pasa cincuenta y tantos días, al resguardo del pabellón de la República española, donde por primera vez se exhibe el Guernica de Picasso. Jamás se le ocurrió huir. Al contrario; cuando acabó la guerra se entregó como un cordero, pero con valentía y arrojo, sin esconder sus ideales. Madrid, Burgos, Ocaña, Vitoria... Muchas fueron las cárceles que el dulzainero segoviano conoció durante la amarga posguerra. Su carrera estaba truncada, pero al fin y al cabo él seguía con vida. Cuando terminó la pesadilla tenía sesenta y un años. Aún le quedaban treinta por delante, treinta años ricos, fecundos y felices, aunque la estrechez económica ya no lo abandonaría jamás. El franquismo nunca miró con buenos ojos al maestro Marazuela, aunque tuvo el acierto de publicarle su Cancionero. La Transición recuperó su memoria y murió en 1983 con el reconocimiento de todos. Agapito trascendió las dos Españas.
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