Miguel Ángel López
Domingo, 22 de febrero 2015, 11:47
Miguel Sobrados Yagüe (Bernardos, 1933), párroco de Martín Muñoz de las Posadas hasta el pasado enero, conserva la mente lúcida, una memoria envidiable y un buen humor propio de su carácter afable y bondadoso. Ahora vive en la Residencia Sacerdotal de Segovia, pero hasta el pasado enero su casa fue la parroquial del pueblo en el que ha pasado 40 años. Hoy vuelve allí. Descubrirá una placa en la fachada que reconoce su labor pastoral y muestra el cariño que le tributan sus vecinos y feligreses. Al homenaje asistirán todos, el obispo, otros sacerdotes y varios alcaldes. ¿Cómo se siente? «¿Por el homenaje? Me siento... Casi no lo sé, porque como se suelen hacer cuando uno ha muerto... (ríe). Estoy muy contento, orgulloso. Veo que los pueblos donde has estado agradecen todo lo que has hecho. Y me están abrumando con regalos».
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Ayer mismo llegó a la residencia de la calle Conde Gazzola di Ceretto un sillón. Desde Codorniz. «Es para que me siente a dormir la siesta o para que me quede dormido cuando me siente a rezar, me han dicho». Vuelve a reír. Está alegre. «Me han mandado muchos regalos, y lo agradezco», recalca desde este retiro que no quería aún pero al que casi han tenido que obligarle «porque me siento con fuerzas para seguir trabajando». Fue el obispo Ángel Rubio. «Yo le dije que todavía no, pero me dijo que ya había hecho mucho y que me viniera a la Residencia a escribir mis memorias». Accedió, y las va a escribir. «Lo haré a ratos, cogeré algo de muchos sitios, un poco de aquí y otro poco de allá. Pero todavía no he empezado. Un vecino de Martín Muñoz me ha regalado una carpeta con muchas hojas, y ya me ha advertido de que están todas limpias, je, je».
Recogerá muchas de sus vivencias en Martín Muñoz, asegura. «He pasado media vida en el pueblo, y en Codorniz, Montuenga, Rapariegos... El primer año nos mandaron para pulirnos, a otro cura joven y a mí, con Antonio, el párroco de Cantalejo, y luego estuve en la zona de Cuéllar, Dehesa Real, Aldea Mayor, y Lovingos, luego en Encinillas y Roda. Iba todos los días con la moto, una Guzzi 98 que todavía funciona; lo sé porque me lo han dicho».
Misionero en África
Ese fue su periplo hasta 1965. «Entonces hubo un desplazamiento de gente enorme, se marchaban de los pueblos, de Roda y de todos, y nos dijimos ¿qué hacemos aquí? Vino un fraile belga de Brujas a buscar gente para las misiones, y después de seis meses en Francia para aprender el idioma y algo de aviación (por si podíamos aprovechar una explanada para hacer una pista y volar), nos fuimos Desiderio y yo al entonces Congo Exbelga, que luego se llamó República del Congo y Zaire, según conviniera para la economía».
En el centro de África estuvo Miguel Sobrados hasta 1973. «Fue una experiencia distinta, pero ayuda mucho porque estás con unos y con otros. Los congoleños eran muy pobres, a la vez que alegres, y nosotros les sacamos mucho de la pobreza porque tiene una tierra maravillosa y sembramos patatas, maíz, pimientos... por lo menos ya no pasaban hambre. Allí dejamos plantados seis mil naranjos y hacíamos de todo, de médicos, practicantes y de matronas. Quedé muy contento de todo, tengo muy buen recuerdo de mis maestros nativos que me enseñaron la lengua kisanga, y de haber montado en cada sitio donde estuvimos un sistema de enseñanza y un pequeño dispensario». Aquellas gentes eran «muy animosas». «Cuando íbamos a misa no tenían problema alguno, no se quejaban de la duración como se queja aquí, en España, la gente. Cantaban mucho, con sus ritmos, y casi pensábamos nosotros que los que tardaban eran ellos, je, je».
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Del calor africano regresó a «la reciedumbre castellana». «Don Antonio Palenzuela me dijo de ir a Martín Muñoz, y allí me quedé». En este pueblo estuvo hasta enero, y además de los feligreses una de sus preocupaciones ha sido la conservación del patrimonio. «Me he ocupado mucho, sí. En estos pueblos tienen un patrimonio fenomenal; en Martín Muñoz, por ejemplo, la estatua del Cardenal Espinosa, de Leoni, una talla de Cristo de la época de Gregorio Fernández, y el cuadro del Greco, claro. Son obras que había que ir cuidando y ponerlas en su sitio, porque ahora hay gente que se ocupa, pero antes nadie».
Cuando lo vio en la iglesia de la Asunción se dio cuenta de que era un greco. «Lo supe nada más verlo. El marqués de Lozoya y el Conde de Cedillo fueron a visitarlo, pero la gente no lo sabía. Yo logré que saliera para que lo restauraran, aunque en el pueblo no querían que se moviera, y luego para exponerlo en varios sitios. Estuvo en Toledo, en el Año del Greco, y todo un año expuesto durante el Centenario del Cardenal Espinosa». Esta labor, las facilidades que ha dado a los historiadores «en el archivo de la iglesia tenemos el acta de nacimiento, la partida de bautismo y muchos documentos del Cardenal Espinosa» y su carácter abierto le han reportado amistades y prestigio. Pero está muy orgulloso de su trabajo pastoral en todas las parroquias, en Martín Muñoz, Codorniz, Montuenga y Rapariegos.
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Desde ellas ha asistido a los cambios. A la despoblación. «Cuando llegué, Martín Muñoz tenía 1.100 habitantes y había otros, como Bernardos y Santiuste, que venían teniendo lo mismo. El que más ha bajado ha sido Martín Muñoz. La gente se marchaba porque no había casas para los jóvenes que se querían casar, y como tampoco hay trabajos, no sé si ahora llega a 400 vecinos».
«Antes, en el pueblo muchos, la gran mayoría, vivían de la huerta; iban a vender a Ávila, Arévalo o Segovia. Pero quedan cuatro que hagan eso; los demás nos hemos ido haciendo mayores, y el 80% no vivimos mal porque tenemos pensión». Recuerda el sacerdote una anécdota con el obispo Luis Gutiérrez que ilustra muy bien el éxodo de los pueblos: «La primera vez que fue don Luis a confirmar al pueblo me parece que había más de 60 chicos y chicas, y cuando volvió la segunda vez creo que no quedaban más de doce o catorce. El obispo me preguntó que cómo pasaba eso, y le dije la verdad, que la gente que se ha quedado es muy mayor, que ya no hay gente en edad para tener hijos».
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Miguel Sobrados se despide. Se acerca la hora de la comida. «A las dos suena la campana, la misma que cuando yo estaba en el Seminario. Toca a comer, y como se mete en la cabeza la condenada».
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