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El diestro Sebastián Castella, en la corrida de ayer.

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El diestro Sebastián Castella, en la corrida de ayer. MANUEL LAYA

Polémico indulto

Máximos honores para el bravo, bello y distinguido toro de Montalvo que partió plaza. Discutida sonoramente la decisión del palco. Antonio Ferrera repite en La Glorieta su exhibición de ciencia torera de hace un año

BARQUERITO / COLPISA

SALAMANCA

Viernes, 14 de septiembre 2018, 10:58

Corrida. 2ª de feria. 4.000 almas. Anticiclón. Dos horas y veinte minutos de función. Toros: Seis toros de Montalvo (Juan Ignacio Pérez-Tabernero). Indultado el primero, Liricoso, número 42, 535 kilos. Toreros: Antonio Ferrera, vuelta al ruedo acompañado por el mayoral de Montalvo tras el indulto del toro y oreja tras un aviso. Sebastián Castella, ovación y silencio. Ginés Marín, silencio tras un aviso y silencio.

Aplaudieron de salida tres de los seis toros de Montalvo. El primero, el mejor hecho con diferencia de esos tres, el segundo y el quinto. Fueron toros de muy dispar remate porque la propia corrida estaba visiblemente abierta de líneas. Primero, tercero y cuarto se dieron un aire. Pero también a los tres de aire común ganó el primero con ventaja. Por hondo y hermoso, por su armonía, la propia de los toros cortos de manos. Estaba ligeramente ensillado. O lo parecía, como sucede con los toros levantados. Negro mulato, número 42. Se llamaba, y se llama, Liricoso.

Hizo una salida espléndida. De galopar y rematar, y de llenar el ruedo al hacerlo, y de encampanarse en los medios antes de ver siquiera engaño. Cuando lo vio, se empleó punteando de partida el capote de Antonio Ferrera. Desde los primeros compases se hizo claro que por la mano izquierda el toro podía hasta planear. No tanto por la otra mano. Fue de nervio vivo y muy pronto. Incluso un punto temperamental la embestida, siempre descolgada. Uno de los muchos aciertos de Ferrera en tarde de deslumbrante suficiencia fue ir limando, si no limar como de raíz, ese vicio pasajero.

El toro cumplió con fijeza en un solo puyazo certero que hizo la sangre precisa. Como de costumbre, Ferrera quitó del caballo al toro, que en el remate de una revolera perdió las manos. Una vez y ninguna más a lo largo de lo que iba a ser una faena pródiga. Hubo quien reclamó a Ferrera que cogiera las banderillas. Ni caso. En banderillas apretó de bravo el toro. Pero a Ferrera ya le había entrado por los ojos. Estaba prendado. Y más cuando, en los ocho o nueve muletazos en tablas afuera de cata, horma y castigo, por las dos manos y en las dos suertes -la natural y la contraria-, el toro respondió con inconfundible alegría.

Fue de esos toros que, cuando embisten, van con todo. Sin dejarse nada. Las escarbaduras, más de comezón que de bravura, fueron nota común a toda la corrida con la sola excepción del quinto, el más apagado, y el único que esperó y tardeó desganadísimo, aplomado, remolón en exceso. Un par de veces escarbó el primero, que Ferrera cuidó como un tesoro y con el que se acopló en una faena que, auténtico derroche, fue el cuerno de la abundancia. Largas, ligadas y metódicas dos primeras tandas en redondo ya en el tercio. Impecables tres que siguieron con la izquierda, la mano de mejor música. La otra música, la de la banda, impertinente, fue compañía y murga inadecuadas para tan sutil trabajo. Casi un contrapunto. Estorbaba el pasodoble.

Luego de las tres tandas ortodoxas, Ferrera, sin freno ni prisa, dejó la ayuda a un lado y sin ella toreó muy talonado por la izquierda, y luego por la diestra en una penúltima tanda de toreo intercalado y desmayado que pareció tener un único propósito: provocar el indulto del toro. Se empezaron a escuchar las primeras peticiones de indulto. Y, al tiempo, gritos reclamando la muerte. Mátalo y no lo mates. No hubo acuerdo. Las dos o tres veces que Ferrera se perfiló con la espada ganaron los del no lo mates. Ferrera buscaba en el palco cómplices de su idea. Y al cabo, como el toro no paraba de embestir y embestir, asomó el pañuelo naranja. Indulto en regla. El propio Ferrera acompañó hasta el portón de corrales al toro, que se resistió a entrar. No había orejas a mano. Ni simbólicas ni de pega. Ferrera dio con una solución que debería sentar precedente: sacó al mayoral de Montalvo a dar la vuelta al ruedo con él. La vuelta fue tan aplaudida como protestada. Las protestas iban por la decisión del palco y no por Ferrera. Pero en ambiente tan babélico no pudo Ferrera celebrar del todo su lección de bien torear.

No es que ahí se acabara la corrida -el propio Ferrera acertó a sujetar el intento de irse a tablas del noble cuarto con una lección completa de toreo de técnica exquisita- pero lo que vino después, con la excepción de los alardes de Ferrera para aprovechar el fondo tan bueno del cuarto, no tuvo nada que ver con lo visto y saboreado en el abreboca de la corrida de montalvos. Si quedó la certeza de que a Ferrera le habrían servido los cuatro toros que no entraron en su lote. No se sabe si el remolón quinto también. Pero sí el segundo, con el que Castella anduvo acoplado y que, este sí, pidió la muerte antes de la hora: y el tercero, el de más cuajo de los seis, que hizo salida tan de bravo como el primero, y con el que Ginés Marín pecó de abrir huecos despegadísimo; y el sexto, que muy en el tipo clásico de juampedro -culopollo, papadita, finísimos cabos, cruz baja-, escarbó como un poseso y eso le daba aire incierto, pero metía la cara y repetía sin duelo. Se lo pensó mucho Ginés, que había brindado la muerte del toro a El Viti. El Viti, aura de senador romano, cana cabellera bien poblada, presencia formidable, fue ovacionadísimo. Unanimidad.

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