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Barquerito/ COLPISA
Salamanca
Sábado, 15 de septiembre 2018, 12:42
El primer toro de Vellosino, cabezudo, abierto de palas y veleto, fue, estando romo, el más ofensivo de una corrida muy dispar. Muchos pies de salida. Las galopadas propias de los toros desenjaulados en el ruedo que buscan puertas casi lamiendo las tablas. Morante lo ... dejó correr sin contrariar la querencia ni pretenderlo.
De tres lances apenas esbozados salió el toro a toda pastilla y huyendo. La calma pasiva de Morante produjo sorpresa primero y estupefacción después. No estaba El Lili en turno de lida, pero fue él quien con dos capotazos para fuera consiguió sujetar el toro. O que echara el freno.
Y entonces apareció Morante en la primera raya para dibujar una madeja de ocho lances más precisos y recogidos que primorosos, ajustados y acoplados, fundidos los ocho en un palmo de terreno. Y media de remate. La cara alta en todos los viajes, el toro salió distraído. Tardó en atender al caballo, se quedó debajo de él sin pelear y al cabo volvió Morante a escena. Un quite de cuatro lances mayúsculos a pies juntos y a suerte cargada, a cámara lenta. Y ahora sí, el primor de la pureza. Por el ajuste y por el compás. Por el asiento y el temple. El eco fue menor.
En eso tendría que ver no poco el aire tan inocente del toro, que embestía de salón, con docilidad de babosa. No se trataba, por eso, de pegar toques sino de acariciar los reclamos. Morante se sintió como pez en el agua. A esa manera de moverse el toro le puso un día nombre y verbo Rafael Corbelle: deslizarse. Y hacerlo tan despacio como los copos de nieve.
Morante estuvo toreando desde que se puso, desde el primer muletazo, entre tablas y rayas, por las dos manos, y fuera de la segunda raya también, sin cortar el fluido ni partir en tandas convencionales ese trasteo casi recreativo que tuvo mas embelesado al toro que a la inmensa mayoría.
Ni siquiera una tanda de siete ajustados redondos ligados en puridad y abrochados con un cambio de mano y el cambiado por alto provocó mayor clamor. La banda se había arrancado con el Gallito, de Lope, y llegó a darle al pasodoble vuelta y media y casi dos. Ajeno a la música, Morante abundó en su exhibición ligera de fondo y forma, que son en su caso una sola cosa. El remate de faena fue un delicioso recorte por delante del repertorio gallista. Un pinchazo en la suerte contraria echándose Morante fuera sin disimulo, media tendenciosa, un descabello y un aviso. Lo sacaron a saludar.
A ese torote con el que tan a gusto había estado Morante, lo pitaron en el arrastre. Y al segundo, al cuarto y al quinto también. Rapadas las diademas, romas las puntas, un segundo mogón, muchas carnes, no tanta presencia: por no se sabe qué razón el hierro de Vellosino, donde se ha sacado de tipo el toro antiguo de Arribas y abundan ahora los caballunos, no goza en Salamanca del favor paisano.
Luego de las pinturas de Morante empezó obligadamente otra corrida y, dentro de su primera mitad, saltó el toro de la tarde. Un toro que iba a cumplir el tope reglamentario de los seis años en noviembre. Montado y ensillado, largo cuello flexible, ni feo ni bonito, fue una sorpresa. Con su codicia subió de grados la temperatura, el toro apretó con celo bravo en el caballo, arreó pronto, descolgó, humilló y repitió. Y fue muy noble. Con él se enredó Juan del Álamo en una faena caliente, arrebatada y tumultuosa, de muchas burbujas, no demasiado ajuste, sobrada de muletazos largos, limpios, lineales, planteada sobre las dos manos y terrenos distintos, que eligió no el toro sino el torero de Ciudad Rodrigo, que de mitad de trasteo en adelante se sosegó. Con él vibró la mayoría.
No entró la espada a tiempo ni por donde debía. Un aviso y, sin embargo, una oreja. Manzanares había porfiado cauteloso con el segundo de la tarde, que romaneó en una vara, pero salió quebrado del puyazo, claudicó y solo pegó cabezazos feroces.
El segundo toro de Morante galopó y trotó, y se pegó casi tantas carreras desenfrenadas como el primero. Morante repitió la fórmula: lo dejó correr y desahogarse y, cuando lo vio a punto de caramelo, le pegó diez lances de perfecto compás, uno detrás de otro, como si fuera así de sencillo. Diez y uno de propina.
Bellísimo: la manera de posarse, la de tener el capote en los dedos más que en las manos, y la de volarlo como si no pesara. Una delicia. En un breve quite Morante firmó y rubricó dos delantales. Y media lánguida, de manos dormidas y bajas. Nada que ver este cuarto vellosino con el dócil primero. Embestidas agónicas a partir del décimo viaje. No lo obligó Morante, que no hizo ni gestos de contrariedad. Pensaría que el toro se iba a echar de un momento a otro. Se iba a echar y se echó. Muy pegado en el caballo, el quinto se rebotó en la muleta, Manzanares toreó por fuera. Ni una palma.
Y, en fin, un sexto de 620 kilos, todavía más que el cuarto, mole de 605, que se pegó de salida unas cuantas carreras olímpicas, se escupió de un primer puyazo, pero se empleó en el segundo, se fijó sin duelo y dio en la muleta buen juego, metió la cara, recorrido largo, toro muy ganoso. De los raros de ver.
Estuvo a punto de herir a Juan del Álamo a la salida del primer par de banderillas y por perderle la cara el torero. No se sabía del talento de Juan como banderillero. Pues lo tiene. Modelo Padilla, a quien tendrá por espejo. Pese a que la cogida fue dura, Juan no quiso que banderilleara la cuadrilla y completó tercio en loor de multitud. Como la faena que siguió, cargada de teatralidades, dispuesta, despegada, la figura encajada y despatarrada, soluciones para todo, no tan caliente la cabeza como parecía, de rodillas o no, en uve o por derecho. Como un novillero. Volcada la gente con él.
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