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PAULA HERNÁNDEZ ALEJANDRO
SALAMANCA
Viernes, 3 de enero 2020, 11:08
Benito Pérez Galdós hace más visible, a través de 'La batalla de los Arapiles' (hecho bélico ocurrido el 22 de julio de 1812, con tropas anglo-portuguesas y españolas, al mando de Wellington, que derrotan al ejército galo), a Salamanca. Esta se muestra como ciudad ... abierta en el estreno de la obra 'Electra', en febrero de 1901, aunque los sectores tradicionalistas y el obispo diocesano levantan mucho la voz censora. La vinculación del novelista con Miguel de Unamuno (amistosa y, después, distante) también le une intelectualmente a la tierra charra, que visita por última vez, en plan turístico, en el inicio del otoño de 1904. Su mirada limpia busca la huella de la historia, la piedra herida y dorada por el tiempo, el silencio que habla al interior del alma.
El viajero es discreto. Quiere pasar desapercibido. Cuenta 61 años y acostumbra a pisar la tierra en la que ambientará sus historias. Pisa la tierra para conocer, sin intermediarios, y para documentarse. Porque el paisaje también habla, aporta una impronta. Imprime carácter –sin particularismos– a sus habitantes de raíz. Salamanca, apenas 28.000 moradores, es bulliciosa. La prensa local informa, sin olvidarse de «los acaudalados propietarios», sobre la mendicidad chillona y agresiva, los oficios desaparecidos (seroneros, por ejemplo), las gentes de sangre caliente que pronto echan mano a la navaja o la pistola, el alcoholismo sin ebriedad, el buen tiempo y los serenos. Y del ascenso del Mariquelo a la cúpula de la torre catedralicia, algo que se califica como «tradicional y bárbara costumbre». El forastero viaja, esta vez, como turista. Se llama Benito Pérez Galdós, escucha el lenguaje vivo de la calle y ya ha publicado muchos 'Episodios Nacionales'.
Llega el 30 de octubre (sábado) de 1904. Arriba a la ciudad en el tren de Medina, que entra con traqueteo en la Estación «a las nueve de la mañana». Está habituado a madrugar. Le acompañan José Hurtado de Mendoza, su sobrino (es ingeniero agrónomo y profesor de la escuela de Agricultura), y Victorio Moreno. Se alojan en el Hotel del Comercio, ubicado en la calle de Zamora, frente a la plaza de los Bandos. No es la primera vez que visita la capital salmantina. Transita sus calles, recuerda, «hace veinte años». Su presencia, ahora, se justifica por este motivo: «no tiene otros alcances que los de la contemplación de sus bellezas artísticas. Que siempre tuvieron en él un entusiasta admirador», explica a El Adelanto. (El Castellano, El Noticiero Salmantino y El Lábaro fueron muy parcos en palabras y letras). ¿Acaso no vino, dos décadas atrás, en la preparación de 'Los Arapiles'? El reportero le pregunta «si conocía esta población cuando escribió» esa novela, y él aclara: que Ventura Ruiz Aguilera le facilitó, para su conocimiento de la urbe, «un plano detallado».
Es el inicio del otoño mesetario, y ya refresca. Su recorrido turístico incluye visitas a las catedrales (por la mañana), las Agustinas, los Irlandeses, Santo Domingo, Calatrava y Sancti Spiritus (por la tarde, acompañado por Mariano Núñez, periodista local). No pierde el tiempo. Impresión: sí, de admiración. Aprecia el valor artístico e histórico de «esas joyas arquitectónicas». En la segunda jornada turística, lunes, visita la Universidad (¿por dónde anda Unamuno?).
Por aquellos días preocupa la abundante presencia de «niños mendigos» en las calles de la ciudad, se reiteran las visitas de mujeres a la Casa de Socorro porque el machismo golpea fuerte, se prohíbe la expedición de bebidas en las «casas non sanctas» y se denuncia al gobernador civil la actividad de «un individuo que se dedica» –qué atrevimiento– «a la venta de libros pornográficos por los cafés». El paisaje urbano también presenta esas escenas. Y el gran Cilla, dibujante de primera, se adelanta unos días a Galdós en su ruta turística (quién le diría que viviría sus últimos momentos en la capital charra, en 1937).
Y emprende viaje a Zamora, en el tren que parte a las 11,30. Camino que hierro que sigue caminos de herradura. La prensa (Heraldo) deja constancia de la admiración de Galdós hacia el coro de la Catedral, ay las flaquezas del clero, y su interés por los «trajes de nuestros aldeanos» (carboneros sayagueses y «gentes carbajalinas» que «acuden al mercado»). Adquiere «clichés fotográficos de tipos del país», como recuerdo de su paso. De la recogida Zamora –todavía bien cercada– a Madrid, la gran urbe, en el tren correo, en el Día de Todos los Santos.
Existe un valioso testimonio sobre la vinculación de Galdós y Salamanca, anterior a la venida del escritor a la capital charra en el otoño de 1904. Es aportado por el periodista E. (Enrique) H. (Hernández) Gutiérrez. Lo envía El Adelanto a Santander, donde vive el novelista el periodo estival, para «conferenciar» con el autor canario. Son las postrimerías de julio de ese año. El 'redactor especial' narra el viaje desde la Meseta hasta Cantabria, describe la quinta del escritor, rodeada por un jardín, que mira a la bahía. «Llamé en el postigo, y como nadie me contestara, entré, atravesé el jardín, subí a la escalera», relata. Ni corto ni perezoso. Decidido. «Y, al llegar a la puerta de cristales, don Benito que sale a enterarse del osado que, sin previo aviso, se encontraba en el dintel de su despacho». Llegado hasta allí, le invita a pasar a «su cuarto de estudio».
Hablan de Salamanca. «Recuerda detalladamente sus monumentos y su Universidad». Conoce a Miguel de Unamuno, a Villegas (militar y estudioso de Cervantes), a Isidro Pérez Oliva (jurista y político liberal, diputado y senador), a Bretón (compositor). Y menciona al obispo diocesano Tomás de Cámara (sin rencor) y a la prensa local. Galdós, que utiliza las publicaciones como fuente de los 'Episodios…', considera que «triste es la suerte del esclavo de la noticia, del que consagra todas las horas de su existencia a la recolección más o menos fácil de mentiras creíbles y de verdades inverosímiles». Así escribe en 'La Nación' de Buenos Aires en los años 60 del XIX.
No es la primera vez que los personajes galdosianos suben a las tablas del teatro salmantino, pues Wenceslao Bueno –actor y empresario– representa 'La loca de la casa' en septiembre de 1898. Los espectadores (muestran predilección por Echegaray y cierta comedia, la zarzuela y el juguete cómico), en esta ocasión, saben comportarse. Y el 25 de febrero (lunes) de 1901 se produce el estreno de 'Electra' por «una compañía de zarzuela del género chico», apunta El Noticiero. Llega de Ciudad Rodrigo, camino de Zamora. «Resulta, ¡quién lo pensara!, que ha sido Salamanca la primera de las provincias de España donde se ha representado la reciente producción dramática del insigne dramaturgo, que tan discutido viene siendo». Discutido: ¿cuestionado?
El público del Liceo es participativo. «Entró en el drama entusiasmado, loco», con aclamaciones para Galdós y «vivas frenéticas a la libertad y voces en contra de alguna orden religiosa», resalta El Adelanto. Al inicio del quinto acto, la sala pide –»casi en pleno»– que la orquesta interprete 'La Marsellesa', tan francesa. «En el paraíso» (porque está en lo más alto) «se armó un monumental escándalo», añade, «hasta que fue ejecutado el himno de la libertad». Tal vez contagiado por la situación, el redactor asevera que «casi todos los espectadores se descubren» y reconoce que el entusiasmo alcanza ahí su momento más intenso. En su 'Resumen de lo ocurrido', califica como «una hermosa manifestación de los sentimientos liberales del pueblo de Salamanca y un éxito enorme para el insigne autor». El 'Lábaro' está en otra línea. Rebaja los fervores o enardecimientos. Así, la disputa es agria. Hay pasión por una y otra parte. La prensa nacional también recoge el estreno de 'Electra' en Salamanca. Así, 'El País', que lo lleva a su portada, habla del «éxito extraordinario» de la representación galdosiana. Lo mismo hace Heraldo de Madrid. En páginas interiores, 'El Imparcial' y 'La Correspondencia de España'.
El combativo obispo diocesano, el agustino Cámara y Castro, ve en su trama un ataque anticlerical. «La algarada revolucionaria producida por el último drama galdosiano no ha de repercutir en esta ciudad pacífica, morigerada y religiosa. No es este el ambiente propio para que en él cristalice el odio mal reprimido y las ardientes invectivas, que forman la tendencia de Electra» (Boletín Eclesiástico del Obispado de Salamanca, 1 de abril de 1901). Polémicas. Más. El 13 de abril se efectúa la segunda representación. Y no varían las trincheras: con sus aplausos (uno), con sus críticas (los otros). Teatro («todo lleno, sin que faltase el elemento femenino»), pasiones encendidas, himnos… La tercera, el día 16. Todos coinciden en una cosa: las interpretaciones artísticas (desigualdad, aunque mejoran con los ensayos). El drama de Galdós, en el escaparate de una librería de la Rúa.
El Teatro del Liceo acoge, en abril de 1904, el estreno galdosiano de 'El Abuelo'. Tres representaciones (los días, 4, 10 y 23), a cargo de la compañía de José Montijano, que da vida al personaje de Conde. «Lleno» en la primera función. La entrada: 92 céntimos de peseta. Todo bien en el segundo espectáculo, excepto el público salmantino. El crítico se enfada. Por eso escribe: «Al paso que vamos, y si no se pone coto a las procacidades y desvergüenzas de una parte del público que asiste al gallinero, las señoras tendrán que dejar de asistir al teatro y los hombres deberemos ir dispuestos a hacer respetar nuestro derecho, y a enseñar educación a los que se vanaglorian de no tenerla». Se embala, encendido: «En ninguna parte del mundo pasa lo que aquí, donde cuatro payasos no dejan oír ninguna función, y en cambio hacen chistes (algo hay que llamarlos) capaces de ruborizar a un guardacantón». Y amplía la censura: «Esto ni puede ni debe tolerarse, y no ocurriría si las autoridades se preocuparan de extirpar abusos, que tan poco dicen en favor de la cultura de Salamanca». El periódico vuelve sobre el mismo asunto una semana más tarde. «Por la noche, escandalizan y alborotan, y convierten el teatro en sucursal de la plaza de Toros, retrayendo al público sensato que, a trueque de no soportar sus majaderas groserías, huye de los espectáculos». La última escenificación se despacha en cuatro palabras: «escasa concurrencia de espectadores», ¿de cuáles?, e «interpretación muy discreta». Como desganada…
Muere Galdós el 4 de enero (tres y media de la madrugada) de 1920, en su piso madrileño de Hilarión Eslava. Uremia y hemorragia gástrica, se diagnostica. Y el Ateneo de Salamanca organiza, el 12 de febrero, una «velada necrológica», en el teatro Bretón en honor del escritor canario. Unamuno discursea y, aunque con ronquera, eleva la voz. No se cohíbe. Se escuchan palabras no exentas de polémica. «Yo leí a Galdós cuando era niño, y no lo he vuelto a leer por no profanar aquellos sentimientos de mi infancia, que es un modo de respeto a nosotros mismos. Yo le leía cuando aún latían aquellas vibraciones que están en León Roch, en Gloria, en Doña Perfecta. No lo volveré a leer». Y prosigue en el mismo tono: «Eran aquellas ilusiones ingenuas con las que creó un mundo. Y en eso está su encanto, en que la masa sustituye a la realidad. No se pueden comparar sus novelas con cualquiera de sus contemporáneas de Clarín, de Valera, de Ayala, de la Pardo Bazán; en ellas domina la masa creada, sacándola de fuera, no interviniendo el elemento lírico, interno, personal del escritor». Como si se animara en ese ambiente, va a más: «Creó un mundo triste, el mundo de la clase media, de la tragedia silenciosa que lucha lágrima a lágrima, grito a grito, dolor a dolor». Es, asimismo, «la epopeya de la clase media urbana, no aldeana ni obrera, que se deja adormecer en la costumbre de nuestra España». La clase «que busca el destinillo, la subsistencia diaria».
Tampoco le gusta su estilo literario. El vasco prefiere la lengua quevediana, en detrimento de la cervantina. ¿Qué decir, además, de su teatro? «Se aplaudía, más que por otra cosa, como un homenaje al novelista». Porque, añade, «hizo programa político en el teatro». No escatima duras críticas: «pasó días tristes. Los de sobrevivirse a su obra, dejando un alto ejemplo de laboriosidad. Trabajó a lo último como un jornalero y llegó hasta a repetirse, porque sentía que se escapaba a sí mismo. Esa es su tragedia». En cuanto a lo ocurrido con el Premio Nobel, «fue vergonzoso», sí. Eso «solo ocurre en España», donde la envidia está bien asentada… Así, Unamuno se ve obligado a defenderse. Pronto. Lo hace en El Liberal, de Madrid. «Con el palo en el bombo» (21 de febrero de 1920), titula su artículo. Matizador. (¿Porque los periodistas siempre toman mal las notas…?). Nada más.
El viajero es observador y, además, memorioso. Reservado, comprometido, racionalista, dialogante. Tiene buen trato con las mujeres (¿de ahí que sea, soltero con amantes, un gran constructor de personajes femeninos?) y con la lectura, con la música (oído fino) y la pintura. Muchos rasgos en un solo rostro. El creador, disciplinado en la escritura (era hijo de militar), traslada la historia a la novela –mete el pequeño relato en el gran relato–, que es una forma de acercar la realidad a la identidad-sentimentalidad. Lo hace sin miedos. El pasado ilumina, de esa manera, el presente y sus conflictos. Demuestra que lo local puede ser universal. Y que realismo e idealismo no se contraponen forzosamente, aunque algún reduccionismo quiera presentarlo como un escritor muy pegado a la tierra, y punto. Galdós (el que pasó en silencio por Salamanca, pues guardaba su intimidad).
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