Jorge Holguera Illera
Lunes, 12 de diciembre 2016, 12:04
Hablar de Cantalapiedra entre artesanos de barro, son palabras mayores, también lo es entre anticuarios, que saben de los altos precios a los que se cotizan los cacharros que fueron elaborados en esta localidad. No es que esas obras de artesanía, que fueron hechas a mano con la única ayuda de la rueda de pie, lleven inscripción o registro, por el contrario, carecen de referencias numéricas, pero aún así son reconocidos por los entendidos en la materia y son tenidos como verdaderos tesoros. Con el paso del tiempo, esas piezas se van haciendo más exclusivas, porque ya se dejaron de fabricar hace tiempo.
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En la buena villa dejaron de cantar hace años las piedras al paso de los carros y los burros cargados de cacharros y ya no se ven cántaros, tinajas y otra serie de objetos fabricados en barro llenando las calles empedradas. También cada vez son menos los protagonistas de aquella época que caminan por las hoy hormigonadas vías urbanas de esta localidad salmantina.
Ángel Francisco Cívicos Sánchez, más conocido en Cantalapiedra como Paco, es uno de los últimos alfareros de Cantalapiedra. En su casa estaba su taller. Trabajaba en la calle Calzada Real, en lo que antiguamente se conocía como el Arrabal Grande, que es una de las zonas en las que más artesanos del barro se concentraban junto al Arrabal Chico. Es algo lógico, teniendo en cuenta que según se puede leer en los legajos de la historia de la villa hubo regulaciones municipales que exigían que los artesanos se situaran extramuros, debido al riesgo de incendio que entrañaban sus hornos. El origen del gremio de alfareros en la localidad se remonta a tiempos remotos, teniendo en cuenta que las murallas de la localidad supuestamente desaparecieron en 1477. Por ello se pierde en la memoria del propio protagonista de esta historia dónde comienza el oficio en su propia familia.
Sobre todo recuerda a su padre, Santiago Cívicos, que es quien le enseñó y a su abuelo, de quien era la casa en la que hoy vive él y la que en su día fuera dividida en dos, para su padre, y para su tío, Ricardo Cívicos, que también era alfarero.
Ángel Francisco Cívicos, tan sólo fue un año a la escuela, pues su padre le sacó a los ocho años para «sobar el barro», es decir para ayudarle en el oficio de alfarero. Así comenzó su andadura en una profesión que sería la de su infancia y juventud. Enseguida aprendería a crear piezas útiles de la tierra que extraían de un lugar en el campo, de Mazores, recuerda Cívicos. Hacía de «todo lo vidriado», es decir, «botijos, pucheros, cazuelas», y otra serie de piezas finas. Ángel era de los artesanos del barro que llamaban alfareros. También había cacharreros y cantareros, que eran los que hacían cantaros y tinajas. Estos últimos eran los más abundantes en la villa. Por aquel entonces, (mediados del siglo XX), «éramos 72 artesanos del barro en Cantalapiedra», recuerda Ángel Francisco Cívicos.
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Muchas anécdotas tiñen de tamices la dura trayectoria de Ángel Francisco Cívicos como alfarero. Recuerda sus comienzos en la venta con tan sólo 8 o 9 años de edad. Estaba su padre enfermo en la cama y su madre le dijo que tenía que ir a vender a Palaciosrubios para que pudieran comer. Entonces el niño Ángel Francisco les pregunto a sus padres «¿cómo se pregona?, y fui todo el camino dando voces, cuando llegué a Palacios al ver a las mujeres me quedé acobardado», recuerda. Entonces aquellas mujeres al ver a un niño tan joven se compadecieron y le compraron todo lo que llevaba. Ángel llegó tan contento con los tres duros a su casa.
Al día siguiente su madre le mandó a Tarazona de Guareña, fue por el camino del cementerio. Recuerda que en la misma entrada del pueblo, una mujer le compró toda la loza y le dio 20 panes. «Yo la dije que no quería panes que lo que quería son perras; me metió los 20 panes en el bolso y me dio tres duros, cuando llegué a casa con aquellos panes blancos se levantó mi padre, y junto a mi madre más contentos que si nos hubiera tocado la lotería, después cuando se levantó mi padre fue a dar las gracias a la señora», cuenta Ángel Francisco Cívicos, quien posteriormente siempre tuvo algún detalle con aquella señora que ayudó a aquel niño.
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Otra de las anécdotas que recuerda este alfarero es la responsabilidad que le recayó al fallecer su padre con tan solo 46 años, cuando él no llegaba a diez. «Ese día todo el mundo decía que me ayudaría en lo que necesitara», relata. El día que tuvo que ponerse a cocer los cacharros en el horno, se vio solo. Entonces su madre,, Valentina Sánchez, «que era muy luchadora», le dijo: «ponemos el horno y si no sale bien se entierran los cacharros». La cocción salió bien y Ángel Francisco Cívicos sacó adelante a la familia como alfarero. A los diez años comenzó como rapaz, a trabajar en el campo. Pues como este oficio no daba lo suficiente, los artesanos del barro tenían que trabajar en labores puntuales como la siega. Por esta razón cuando más tiempo dedicaban al barro era en los duros inviernos. Las fuertes heladas de entonces les obligaban a colocar los cacharros bajo la cama para que se secaran. En verano se llenaban las calles de la villa de piezas de barro puestas a secar.
Paco hacía todo el proceso del barro, desde extraerlo de la arquería de Mazores hasta la cocción. Tenía un horno grande, con capacidad para 400 cantaros y 2.000 o 3.000 vasijas, según el tamaño de las mismas. Desde que cogían el barro en el campo hasta que vendían las mercancías podía pasar entre uno y dos meses, para tener lista una partida.
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También se dedicaba a la venta, algo que le hizo recorrer muchos kilómetros con los dos burros y sus cacharros en las angarillas o aguaderas, así como dormir más sobre sacos de paja en las posadas, que en su propia cama. Le portaba los cacharros el Zamorano en el camión y después iba él con los burros a venderlos. Solía acudir a Cubo del Vino, Topas y casi hasta Portugal. Y por la zona de Ávila, a Alconada, San Pedro del Arroyo y otras localidades. También acudía a Peñaranda de Bracamonte, a donde a ritmo del burro tardaba seis horas. A Salamanca, al arrabal antiguo, también acudía y solía tardar 12 horas. Iba despacio, a 4 kilómetros por hora, para que no se rompieran las piezas, por eso se tenía que levantar a las dos de la mañana.
La peculiaridad de las piezas que fabricaba Ángel Francisco Cívicos, es el vidriado de las piezas que conseguían con alcohol de las minas de Jaén.
Entre los clientes de Ángel Francisco Cívicos se encontraban las 102 monjas clarisas de clausura que en aquel momento vivian en el monasterio, a las que las sirvió orinales para colocar debajo de la cama, barreños para lavarse los pies y otras lozas, todo ello gracias a la mediación de su madre, pues él dice que no se entendía con ellas porque exigían mucho.
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Ángel Francisco Cívicos dejó el oficio de alfarero a los 30 años, en que montó el Bar Paco, con el que se jubiló en 2005.
Ahora recuerda aquellos tiempos sin mirar mucho atrás, para no volver a sufrir esos años de duro trabajo y de escasos ingresos, aunque de grandes artesanos que legaron parte de las historia de la villa y verdaderas obras de arte, valoradas por los buenos entendidos coleccionistas que no confunden una cantara, tinaja o cacharro de barro de Cantalapiedra.
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