Las lágrimas de Plano representan la incapacidad del Real Valladolid para rematar un triunfo con solvencia, sin agonía ni angustia. El drama no puede abrumar solo a un futbolista, es algo mucho más coral. Todos deben ser conscientes de que este rumbo conduce inexorablemente al ... descenso. No vi llorar a Waldo y Nacho, lamentables protagonistas de una de las jugadas más ridículas del curso. Tampoco a Sergio, obturado en la gestión del encuentro y nulo para inyectar ambición en lugar de acochinar a su equipo en las tablas de la derrota. Nada nuevo bajo el sol. Siempre ocurre lo mismo. Cuando el conjunto blanquivioleta intuye que puede sumar, llega la prisa por escuchar el último silbido del árbitro y el cortocircuito convierte a los futbolistas en alocados autómatas, cuya única misión radica en despejar balones sin criterio para que el rival siempre tenga la última palabra. Hay una imagen al final del choque en la que el técnico pide toque y no pelotazos para matar el duelo, pero la entrada de Joaquín por Anuar envió un mensaje completamente opuesto.
La suerte no existe, el éxito o el fracaso no aparecen por arte de magia, son producto de una buena o mala gestión, y al cuadro castellano le tiembla el pulso cuando empuña la pluma para estampar la rúbrica. Achacar todas las desgracias a la mala suerte, al VAR o a lo que se tercie, es una equivocada justificación que únicamente tiene como fin esconder las carencias que van camino de sepultar a esta plantilla. Resulta aburrido el discurso que expone que el Real Valladolid tiene el presupuesto más bajo de Primera o que falta calidad. Ambos aspectos son una realidad, pero el fútbol, cuando uno compite con inteligencia y personalidad, no entiende de prejuicios. Por eso, el Gerona puede ganar en el Bernabéu, el Atleti un año baja a Segunda o el Alavés lleva media Liga en la zona noble. Sergio y sus futbolistas disponen de seis semanas para aprender a pelear sin corsés. Lo hizo cuando el Getafe se puso por delante, pero guardó sus virtudes en el cajón tras la remontada. Retornaron el complejo de inferioridad y el pánico al resbalón final.
El Real Valladolid vive presa del miedo. Atenazado cuando veía el fango bajo sus pies y acongojado ahora que tiene el barro por encima de las rodillas. Es hora de entender que no hay nada que perder. Hay que competir y luchar cada balón como si fuera el último, con fuerza y ritmo desde el primer pase. Y si a la vuelta de esta batalla, librada con descaro y determinación, llega el descenso será porque el de enfrente ha sido mejor, no porque el equipo se ha ahogado en su propio llanto. Es tiempo de reaccionar con orgullo o preparar el entierro.
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