Cuando se funda un club deportivo, especialmente de fútbol, una de las primeras decisiones que se adoptan es la de definir sus futuras señas de identidad. El escudo y el uniforme.
El señor San José, que fue el diseñador del escudo, tuvo muy presente que debería incorporar al mismo un elemento identificativo de la ciudad y colocó, junto a las listas blancas y violetas, las llamas amarillas sobre fondo carmesí que figuran en el escudo de la ciudad desde hacía cinco siglos. Un gran acierto, porque al revés que la mayoría de los clubes españoles que se apuntaron a la moda de entrelazar las iniciales en un círculo o en un triángulo, no modificó su emblema, como tuvieron que hacer otros.
Y así ha permanecido en el tiempo, con la variación obligada de retirar la corona real durante la etapa de la II República, y el añadido de la Laureada de San Fernando que en 1962 incorporó el presidente Arrarte. No ha habido otros cambios sustanciales en el escudo del Real Valladolid que, según parece, ahora quiere dar por finiquitado el propietario de la entidad.
El fútbol de hoy tiene poco que ver con el de 1928, cuando se fundó el club, pero hay cosas que permanecen inalterables, entre ellas las señas de identidad: los colores y el escudo. Son valores que pertenecen a la masa social, pilares que sustentan la historia de casi un siglo de amor entre la ciudad y su equipo de fútbol. El dinero de Ronaldo, las acciones que están en su poder no le dan para comprar los sentimientos.
La euforia del reciente ascenso puede diluirse si se toma un decisión contraria al sentido común. El escudo es el orgullo de cada seguidor colocado en el ojal de la solapa, muy cerca del corazón que late para dar impulso al equipo. Cargárselo por cuestiones de marketing puede salirle caro al club, por mucho que sea de propiedad privada.
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