Marcó el Elche y empezó a llover. Se rompió el cielo. Fue como un mal presagio al que solo le faltó que se rasgara el velo del templo. Una señal que cualquier chamán habría interpretado como la llegada de las más oscuras tinieblas, si es ... que estas pueden ser aún más sombrías. De repente, el Real Valladolid, que de nuevo se volvió a encontrar con un juego más que suficiente para ganar partidos en esta categoría, se vio bajo la lluvia solo, abandonado por la fortuna, el resultado y, cada vez más, por su gente.

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A este equipo que ve penalizados todos y cada uno de los errores que comete tanto en defensa como en ataque ya solo le queda la épica que le obliga a afrontar cada partido como si fuera Sísifo trasladando la roca cuesta arriba una y otra vez. A la lucha contra el rival y contra los elementos se ha unido esta temporada la pelea contra uno mismo por no desangrarse del todo cada vez que sufre una desconexión en la delantera o en su línea de retaguardia.

Desconozco si se debe a la presión, a la ansiedad, a la fortuna, a la falta de concentración o de talento lo que provoca que, parafraseando el mítico discurso que soltó Tony DAmato un domingo cualquiera, en cada partido el equipo llegue medio segundo más tarde a despejar o medio segundo más rápido al remate para echar por tierra, en ambos casos, las opciones de victoria. Este Real Valladolid ha destrozado la famosa semejanza de la manta corta de los pobres porque apenas posee un paño, bueno eso sí, para la parte central de su anatomía dejando congelados en el frío de la meseta tanto los pies como la cabeza.

Da la sensación de que el equipo fue cosido a retazos, con los parches suficientes como para conformar una plantilla reducida que pudiera echar a rodar a principio de temporada confiando en que, con los primeros fríos del invierno, se pudiera rematar una manta suficientemente grande como para dar calor a la ciudad entera. Sin embargo, a estas alturas de la historia y viendo cómo está saliendo el curso, cualquiera firmaría que se complete un grupo con las garantías suficientes como para calentar, al menos, una de las dos extremidades. No sea que este año el invierno se alargue hasta junio y nos quedemos todos helados.

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