Javier Yepes
Domingo, 22 de marzo 2015, 08:53
En aquel Cuéllar las emociones las generaban los jugadores dentro del vestuario, y los directivos, fuera . Y, por supuesto, el misterioso. Alfonso Losco, que es como su padre, Julio Losco, en bueno y en simpático, puede que les desvele, o no, el secreto si se ... lo preguntan. Yo le prometí no hacerlo.
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Aquella primera temporada, la 1971/1972, se había saldado con unos números espectaculares y el campeonato. A cuatro jornadas para acabarlo el equipo tenía unos números de periódico; por ello, el inolvidable Pedelpo los presentaba como «algo imposible para que se les escape el campeonato a los cuellaranos». En esa jornada 18 se había ganado por 11 a 1 al Atlético Tordesillas, 6 de ellos conseguidos por Reyes. El periodista insertaba foto del goleador un lujo para entonces al tiempo que acreditaba al propio nueve y al quinteto defensivo como los más eficientes del campeonato.
Los oriundos salían con las chicas de Cuéllar alguno terminó por formar familia y ninguno faltaba al baile del Estival. Nos concentrábamos en el piso de arriba del bar Madrid y viajábamos a Cuéllar en dos Seat 850 de la época, el de Muñoz y el de José Luis de la Riva, tras quedar previamente en el bar Embajadores, cuyos dueños eran cuellaranos de pro. Todo normal para un equipo regional de los de entonces.
Faltaba ganar la promoción de ascenso. Y esa, lamentablemente, se perdió en Medina del Campo frente a la Gimnástica Medinense, un muy buen equipo y en un mal día nuestro. Terminaba una batalla, pero no la guerra. Nuestro Scopelli, conocedor del percal, sabía que Cuéllar daría sus frutos si terminaba el proyecto que tenía en mente.
He conocido magníficas directivas, pero desde luego pocas o ninguna con el grado de cercanía y complicidad como aquella de entonces. Con don Santiago, el presidente, allí estaban Eladio Quintanilla , Pititi, Manolo Semáforo, Luis el Contratista, Justo el de la Seat, Mariano Molinero o Dionisio ofreciendo el jueves «un parro asado» para celebrar el triunfo o matar la pena de algún punto perdido. Gente magnífica que jugó un papel decisivo en el éxito del club.
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Al finalizar la temporada, don Santiago delegó la presidencia a Silvio Pascual Bayón, dueño del Estival, y con él como nuevo mandatario comenzó la segunda temporada, la de 1972/1973, que sería la definitiva. Pero, ¿cómo empezó?
Muñoz, que ya se había desvinculado del Real Valladolid, asumía galones de director general de la entidad y como tal se trajo un ramillete de futbolistas que terminaron por dar un extraordinario valor añadido a lo que ya había. El vestuario recibió a los nuevos con los brazos abiertos, tras haberse olvidado José María Yagüe el corresponsal deportivo de El Norte en la villa del famoso apodo de los oriundos. Y lo que había empezado con plante, dudas y reticencias, terminó en franca amistad.
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Zamora, Carlos, Oli, Meri, Dela, Yeyé, Santi, Navarro o Carabina entre otros, pasaron a ser nombres propios. Y con ellos el Penano, un tipo cautivador por su peculiar estilo de juego y sus maracas. Tocaba en el grupo de María Jiménez y era un artista del ritmo y del balón. Le gustaba conducir su Gordini, con Regino Álvarez Reyes de copiloto, y a medio camino sacaba la palanca de cambios de su lugar, y a la voz de «mira, Reyes, qué bien suena la palanca», la golpeaba rítmicamente sobre el salpicadero del coche. El futuro doctor se ponía del higado al observarlo y amenazaba con tirarse en marcha. El estado de ánimo del grupo crecía cada día.
José Luis de la Riva, el jugador que junto con Daniel Sanz mayor número de veces ha defendido la roja cuellarana, me lo ha recordado. «Mira, Javier, aquí llegamos de oriundos y yo, que terminé de cuellarano consorte, te aseguro que el éxito fue del vestuario. El míster nos juntó y entrenó, pero el grupo hizo el resto». Y llegaron las victorias con unos números espectaculares, una vez más, y esta vez no se falló en el momento decisivo.
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Domingo, 24 de junio de 1973. El equipo ha llegado al momento clave, tras haber eliminado al San Carlos. El primer partido de la final, frente al Atlético Peñafiel, se juega en Cuéllar. Hay expectación en la villa. Sin embargo, el partido se tuerce y se cede un empate a dos, y ¡gracias! En el descanso, los goles de Becerra y Luis Bayón habían dejado un 0-2 más que inquietante. Ellos habían sido mejores y aquello no pintaba bien. Pero aquel vestuario era irreductible y, con Muñoz a la cabeza, allí se dijeron las cosas necesarias en estos casos, y los Navarro, Lázaro y De la Riva tiraron una vez más del carro para que los goles de Pepe y Navarro dejaran la cosa de otra forma. Una parada antológica de Lázaro a un cabezazo del propio Becerra, cuando ya el partido expiraba, salvó finalmente los muebles. Muñoz se giró mientras murmuraba: «¡La que ha armado el Gotera!».
Como por San Pedro hay fiesta importante en Cuéllar, la del chocolate, Muñoz, ni corto ni perezoso, concentró al equipo en el Santuario del Henar. «Ni juerga ni leches, mañana nos jugamos la vida». Dicho y hecho. En un ambiente de clausura monacal, de allí no salió nadie hasta la hora del partido. Scopelli, una vez más, sorprendía a todos con sus métodos avanzados y estos le acababan por dar la razón al tiempo que le conducían al éxito.
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El domingo 1 de julio solo admitía un resultado: ganar. Pero el peso de la responsabilidad caía de manera definitiva sobre los rojiblancos. «El pobre Nicolás», presidente de los anfitriones y un prodigio de humanidad y bonhomía, me lo dijo algún tiempo después: «Mira, Yepes, aquel día nos pesó más la responsabilidad que las ganas». Un hombre extraordinario y un peñafielense de pro.
La gente estaba tensa, el calor era insoportable en el vestuario, y una vez cambiados los jugadores no aguantaban dentro. Dicen que son los nervios o el miedo escénico; el miedo es tan seguro como que se pasa en el momento en el que saltas al campo.
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La charla fue breve porque ya todo estaba dicho de antemano. «Pensad en la gente que nos ha venido a ver; hoy no podemos fallar». «Si hacemos lo que hemos dicho, no me preocupa el contrario». «¡Eh, no entramos en peleas con nadie! ¡Las patadas, al balón!». «Me dicen que los sobres con la prima están preparados. ¿Alguna pregunta?». La charla había sido antológica. ¡Los hinchas de Cuéllar, el valor nuestro y el del contrario, la pelea individual sin violencia y la prima! No se podía decir más con menos palabras.
Luego, entre los propios futbolistas recordaron que el Pedales la movía fenomenal en el centro, que Falín, que había vuelto a su pueblo, conocía perfectamente nuestras estrategias y, ¡ojo!, porque Becerra y Luis Bayón eran un peligro arriba, y que José Luis el Carbonero, su portero, se las sabía todas, pero que en los saques, Navarro, que había jugado con él en el Betis, podía hacer algo. Tanto se conocían, que cuando llegó el bueno de José Luis al vestuario, tras acabar el partido, se fue directo al del Cuéllar ante la mirada estupefacta de los compañeros. Casi lo matan.
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Zamorano; Oliveros, Fierro I, Merino, De la Riva; Paco, Fierro II, Olegario; Pepe, Navarro y De la Fuente. Goyito y Jonás participaron también, y el resto acompañamos desde el banquillo. Los goles de Luis Navarro y Olegario el Yeyé, con un obús desde 40 metros que se le escapó a José Luis, nos dieron el triunfo. Luego, ya se imaginan, ducha de los de paisano, alegría desbordada, y una fiesta que terminó con las primeras luces del alba y un chocolate mañanero, cada uno con su mejor compañía.
Para el jovencísimo entrenador que había debutado con el Javieres hacía ya veinte años, aquella victoria significó el tercer y último ascenso en su carrera futbolística. Y de paso, el primero que disfrutaba con el mismo equipo al que había ascendido. Scopelli, el chileno, definitivamente había echado raíces en Pucela, pero cambiando su nombre. Desde ahora, se llamaba Ángel Muñoz Alonso.
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