Cabalgó Mata, cuando el partido moría, para salvar un punto que sirviera para enganchar al Real Valladolid a las matemáticas y con ellas a la vida. El mundo del fútbol, con esa manera tan suya de reescribir que la esperanza es lo último que se ... pierde, suele agarrarse a los números cuando ya no queda ningún otro asidero sobre el que argumentar unos cimientos que permitan creer en la consecución de un objetivo. El Pucela encomendó toda su ventura presente -y la que está por venir- a esa última carrera de su delantero, a esa suerte suprema, la del gol, que le ha estado sonriendo a lo largo de toda la temporada. Un mano a mano delante del arquero local, centrado, con aparentes huecos por los que colar la pelota… Pero no. El sonido del balón rechazado por el portero sonó como el gong de una campana, el último repique que, como en La Cenicienta, marcaba el final del sueño, la conversión en calabaza y la pérdida de un zapatito que, en este caso, no fue otra cosa que la de su propio entrenador. El Real Valladolid quiso dar un puñetazo en la mesa con tan mala fortuna que impactó al aire. Recordó a los boxeadores que sueltan golpes delante de sus propias sombras como si quisieran sacudírselas pero con peor suerte. En este caso ni siquiera espantó sus fantasmas de equipo plano, cobarde y acomplejado, que tienden a aparecerse siempre que abandona su propia casa.
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Luis César Sampedro, que había sido destituido en diferido, culminó en Tarragona la crónica de una muerte anunciada. Se va superado por la presión de no encontrar la manera de revertir la situación de un club con demasiado peso en el fútbol nacional como para que su actual situación en la tabla no provoque consecuencias.
Es imposible sacudirse el aroma a fracaso que deja un cambio de entrenador a estas alturas de la temporada, sin obtener a cambio cierta garantía de éxito en la permuta. Recuerda demasiado al triunfo de la esperanza sobre la experiencia que se dice de las segundas nupcias. Sergio González apenas gozará de un puñado de partidos para agitar un árbol como forma de remover el orgullo. Y con la intención de tratar de ganar siempre al rival que se ponga deante, sin otras metas. No es mala carta de presentación, al fin y al cabo, el objetivo del Real Valladolid siempre fue la victoria.
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