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Sergio González con su ayudante, Miguel Ribera. G. Villamil
Muerte anunciada

Muerte anunciada

A banda cambiada ·

La destitución de Luis César era algo que iba a producirse tarde o temprano, aunque curiosamente acabó por condenarle que el máximo goleador fallara una ocasión clara

Jesús Moreno

Miércoles, 11 de abril 2018, 18:34

Cabalgó Mata, cuando el partido moría, para salvar un punto que sirviera para enganchar al Real Valladolid a las matemáticas y con ellas a la vida. El mundo del fútbol, con esa manera tan suya de reescribir que la esperanza es lo último que se ... pierde, suele agarrarse a los números cuando ya no queda ningún otro asidero sobre el que argumentar unos cimientos que permitan creer en la consecución de un objetivo. El Pucela encomendó toda su ventura presente -y la que está por venir- a esa última carrera de su delantero, a esa suerte suprema, la del gol, que le ha estado sonriendo a lo largo de toda la temporada. Un mano a mano delante del arquero local, centrado, con aparentes huecos por los que colar la pelota… Pero no. El sonido del balón rechazado por el portero sonó como el gong de una campana, el último repique que, como en La Cenicienta, marcaba el final del sueño, la conversión en calabaza y la pérdida de un zapatito que, en este caso, no fue otra cosa que la de su propio entrenador. El Real Valladolid quiso dar un puñetazo en la mesa con tan mala fortuna que impactó al aire. Recordó a los boxeadores que sueltan golpes delante de sus propias sombras como si quisieran sacudírselas pero con peor suerte. En este caso ni siquiera espantó sus fantasmas de equipo plano, cobarde y acomplejado, que tienden a aparecerse siempre que abandona su propia casa.

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