Acabó el partido de Vallecas y en mi cabeza aparecieron los mismos recuerdos de todos los años cuando comienza octubre. Es como encontrarse atrapado en el tiempo, mi particular día de la marmota al que ni siquiera le faltó la banda sonora. ‘I guess that' ... s so, we don't have a plot. But at least I'm sure of all the things we got. Babe, I got you babe…’. Una derrota del Real Valladolid, siempre dolorosa por inesperada o por lo abultada que resulta, que se hace coincidir en esta época del año -en una suerte de alineación de astros, de puzle sideral- con la enésima performance del nacionalismo catalán que coge fuerza en septiembre y se va apagando con el paso de los días, salvo que un simulacro de votación en urnas de cartón o en contenedores más propios para conservar alimentos alimente la llama del agravio y del sentimiento nacional.
El alborozo de signo político se asemeja demasiado en su exhibición al entusiasmo deportivo por el triunfo del equipo. La decepción también. Incluso las consignas que se gritan en los momentos de júbilo son compartidas. -¡Este año sí!, jalean a principios de septiembre tanto los independentistas en catalán como los aficionados del Pucela en sobrio castellano. Sin embargo, entrado el otoño reaparece la decepción entre unos y otros. En Cataluña, por observar que, de nuevo, fueron utilizados como escudos humanos de las disputas de unos dirigentes que solo aspiran a mantener su statu quo. En Valladolid, porque el goteo de derrotas que el equipo empieza a cosechar cuando disputa sus partidos fuera de Zorrilla hace pensar que la temporada puede resultar un nuevo más de lo mismo.
Como cada año por estas fechas, fiel a la cita, me encuentro escribiendo sobre ello mientras martillea mi cabeza el estribillo de la canción de Sonny Bono y Cher. El Real Valladolid, que declaró en Zorrilla su candidatura al ascenso directo, se vio obligado a suspenderla apenas siete días después cuando el Rayo mostró al mundo las vergüenzas defensivas que, aun cuando se comenzaban a intuir, el equipo trataba de disimular a base de goles. Fue la versión deportiva del artículo 155. Ese que cae con todo su peso sobre aquellos que, como el Real Valladolid de los últimos tiempos, cometen los únicos pecados capitales que en el mundo del fútbol tienen condena: la pereza y la soberbia.
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