J. C. Cristóbal
Domingo, 2 de febrero 2025, 19:34
El chasquido metálico de la persiana al caer para siempre suena parecido al de los tacos de las botas que arrojan al terrazo del vestuario en el último partido. Si paseas por la calle Catedral quizá lo escuchaste al llegar frente a Caprichos y Embutidos ... Jorge Alonso, tienda a la que ya se asoman esos 'fantasmas del Roxy' que cantaba Serrat, con el escaparate y los anaqueles desnudos de vinos y vermús, de quesos y chacinas, de pastas y conservas, de todos esos productos que se crearon para disfrutar momentos felices, como esas viejas tardes de fútbol en las que nuestro protagonista se convirtió en una de las grandes leyendas del Real Valladolid y de la ciudad: Jorge Alonso, un leonés-pucelano de Puente Castro del 60, que alcanza la edad de jubilarse, la que los latinos marcaban para reflexionar con júbilo lo conseguido en la vida.
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«No soy de dar muchas vueltas a las cosas. Las acepto como vienen, a mí no me cuesta ni hacer cosas, ni dejar de hacerlas», cierra Jorge una charla entre dos sesentones en la trastienda del local, entre cajas por embalar y estanterías vacías, un espacio tan bueno como otro cualquiera para recordar el fútbol de barro, el pequeño comercio de barrio y el tiempo que vuela a una velocidad que cuesta seguir.
Han sido más de ocho años desde que subió la verja por primera vez, un ya lejano 13 de diciembre de 2016, «como verás, no soy nada supersticioso, el trece es un número que me gusta». No siempre los futbolistas se dedicaron al 'dolce far niente' cuando colgaban las botas, ni siquiera alguien como Jorge Alonso, con una trayectoria de nueve temporadas en Primera (siete en el Real Valladolid y dos en el Logroñés) con 50 goles e internacional sub 21; aunque siguió ligado unos años al fútbol como entrenador ayudante en categorías inferiores y en el primer equipo [con Onésimo y Clemente], había que ganarse el jornal fuera de los campos y durante veinte años regentó una granja avícola junto a Pablo Martín Sáez, compañero en el Real Valladolid y en el Real Ávila, club en el que se retiró con 33 años. «Me dolía la rodilla y no quería engañar a la gente. Los futbolistas de ahora ganan como treinta veces más que los de mi época, y afortunadamente yo gané dinero porque empecé muy joven, la vida no empieza y se acaba en el fútbol, con catorce años fui mecánico, estuve veinte con una granja que monté y ahora estos ocho con la tienda».
El salto de los campos a la empresa llegó casi como un pase a gol entre colegas. «Hablamos con Tejedor [también exfutbolista y entrenador blanquivioleta], que estaba metido en el mundo de los cochinos y conocía a muchos proveedores, nos dijo que había una persona interesada para trabajar con Pascual, y en lugar de con cochinos nos metimos con gallinas, pero ni Pablo [Martín Sáez] ni yo teníamos ningún vínculo familiar con el mundo de las granjas avícolas». Veinte años con el libro del granjero a cuestas y, al terminar la última página, comenzar uno nuevo con el libro del tendero. El que escribe pensó por error que quizá tomó esa vía por la influencia del Tato Abadía, con el que coincidió en el Logroñés y dueño en la capital riojana de La Casa de los Quesos. «No, no, ahí me metí porque fui con Paco, el de El Pinchín [restaurante de Parquesol], a visitar fábricas de la zona de León, de dulces, de chorizos, a ver precios, él es asturiano y su mujer leonesa, y así entré en este mundo, tampoco tenía ningún antecedente».
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Negocios que surgieron de la cercanía, de conversaciones cara a cara, de mucha calle, como ese fútbol que le convirtió en profesional a finales de los setenta. «Era todo mucho más familiar, yo bajaba todos los días al bar a echar la partida, después de entrenar íbamos a la bolera [Holpas, en Francisco Suárez] a jugar al mus y todos los viernes comíamos juntos, con Moré, Santos, Fenoy, Rusky…, había una mezcla muy buena de jóvenes y veteranos; ahora eso ya no existe, también es verdad que ahora les dan mucho más la vara. La cantera funcionó porque, aparte de que Ramón [Martínez] y Santi [Llorente] la trabajaron muy bien, los veteranos nos integraron y nos aceptaron muy bien, que no es nada fácil».
Ese fútbol de entonces no casa con el actual, tampoco el Real Valladolid. «Todavía quedamos a comer con Gail, Minguela, Juan Carlos, más que compañeros somos amigos; con el club no tengo relación, sí con Mario Miguel, Mariano Mancebo o Jorge Santiago, con los que estaban cuando yo estaba allí, Juan Carlos me dice que el club se porta bien con los veteranos, pero pienso que nos han dejado un poco ahí a un lado». Esas diferencias se reflejan en los contrastes de presidentes como Ronaldo Nazário y Gonzalo Alonso, que también tenía una tienda de zapatos a escasos metros de la que ahora cierra Jorge Alonso. «Antes los presidentes estaban para todo y dependían mucho de los socios, ahora son más distantes, pueden gritar mucho 'Ronaldo, vete ya', pero son los dueños; todos los directivos de mi época tenían su negocio, o trabajaban o tenían un bar, nos llevaban mucho a los pueblos a dar charlas, y así convives con la gente, con la calle, con la realidad», señala el autor del primer gol en el Nuevo Zorrilla.
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Jorge Alonso formaba parte de ese Real Valladolid que cerró la peor serie fuera de la Primera División, dieciséis temporadas, y abrió la mejor, con doce campañas entre los grandes, que incluyen el único título de la historia, la Copa de la Liga, el debut en Europa y el salto a un estadio más grande. «Faltó dar ese impulso que nos subiera todavía más arriba, no sé, como la Real, el Sporting o el Villarreal hoy en día, pero todos los años nos traspasaban a alguien, a Fonseca, a Yáñez, a Eusebio, de haber seguido juntos hubiéramos aspirado a más. El sentido de pertenencia se consigue con tiempo de permanencia durante varios años, había muchos jugadores de aquí, los Gail, Sánchez Valles, Onésimo, Duque, Eusebio, Fonseca…, y otros éramos de cerca, como yo, Minguela, Santos, Juan Carlos o Torrecilla. No puede tener el mismo sentido de pertenencia uno de Valladolid o de León que uno de Bélgica o de Mauritania, y tampoco me creo que sea más barato traer a un jugador de allí, en el camino se queda mucho dinero entre las uñas».
Ese producto de proximidad y esa cercanía con la calle es lo que supo trasladar Jorge Alonso desde el fútbol a su tienda, ese contacto con los vecinos en el cafetín, la bocatería o la churrería con las que compartió acera, al amparo de las torres de la Catedral y La Antigua, donde se mordía la lengua por no hablar mal de su Real Valladolid, donde muchos le recuerdan como la leyenda que fue. «Sí, muchos me reconocen, un cliente que tiene un estudio de fotografía en el Pasaje Gutiérrez me regaló unos cromos con el Valladolid y el Logroñés, y muchos que entran, cuando los ven, dicen, 'anda, si eres el futbolista', es algo bonito, más ahora que vienen muchos turistas de fuera de Valladolid y también saben que jugué. Es increíble». Así es la historia de Jorge Alonso, la de no darse importancia, la de que la vida sigue aunque no exista su viejo fútbol, y quizá tampoco ese pequeño comercio, devorado por las franquicias y las grandes superficies. Otros tiempos. Otra historia.
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