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Se ha dado solo paso en el desierto, y pese a haber llegado al punto de que las victorias se celebran como títulos, un servidor prefiere alzar la copa por haber recuperado parte de la normalidad que nos robó Pezzolano. Sí, esa normalidad que es ... rara avis en el mundo del fútbol, cada vez más en la vida, y que nos ha tenido veintidós meses de cara a la pared castigados en una realidad paralela que nos tenía anulados.
Nos habíamos llegado a creer que es mejor anular a los rivales a costa de esconder tus propias virtudes. Que la vida contemplativa ofrece más réditos que pelear por los objetivos, que se puede ganar sin disparar a puerta y que el bloque bajo es lo más parecido a un pareado. Nos habían convencido de que Juric no valía para esto, y que lo importante era disfrutar de la salida de balón que ofrece Cömert. Por colarnos, hasta nos habían vendido que Marcos André era un exjugador que estaba aquí por la cuota de delantero que todo equipo debe tener.
Tan anestesiados estábamos que nos habíamos creído que los jugadores no necesitan entrenar, que la biblia habla de dosificar cargas y que pisar más de dos horas los Anexos podía acabar con futbolistas electrocutados.
Llegamos incluso a creernos que encajar dos todos los días era cuestión de detalles, que los goles son los padres y que donde esté un buen experto en Big Data, que se quite un lateral izquierdo.
Yo lo sospechaba pero por creer, hasta nos tragamos que Pezzolano es uruguayo cuando todo el mundo sabe que un buen uruguayo mastica rivales cuando pierde y pincha el balón cuando va ganando. Y Cocca, que aún me tiene que demostrar que es argentino, y no un sucedáneo, ha dejado claro en dos sesiones de diván –al menos de dos horas cada una– que la normalidad también tiene cabida en el mundo del fútbol. Que trabajando en el campo, y no frente al ordenador, es posible sacar resultados. Y por momentos, ¡hasta jugar al fútbol, oiga!
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