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Los futbolistas solo salen de su burbuja cuando cuelgan las botas. Entonces, hablan con los medios e incluso los buscan para reinventarse como comentaristas, dan charlas motivacionales para hacer caja y se acercan a la sociedad para coser sus heridas de juguete roto. Salen de ... la trinchera forrada de oro cuando la necesidad aprieta al ego y la cartera arranca la cuenta atrás. Los clubes han colaborado estrechamente en la construcción de este escaparate blindado, inaccesible para los fans y más propicio para los generadores de contenido, a los que la propia estrella balompédica sigue como un grupie más, que para los periodistas formados y titulados. Es un mecanismo de defensa que desnaturaliza a la persona y clava al ídolo a las tablas de una vitrina irreal. Los gabinetes de Comunicación han potenciado también esta distancia entre el futbolista y la sociedad, aunque es cierto que el del Real Valladolid podría ser una excepción porque busca el equilibrio entre la idiotez que rodea hoy en día al profesional, técnico y jugador, y la realidad de un mundo que ríe y llora.
El fútbol ha llegado a un punto de bunkerización que ya nos conformamos con un entrenamiento a puerta abierta en Navidad. Lo han hecho prácticamente todos los clubes de Primera y Segunda. La respuesta ha sido masiva en todos los casos, lo que corrobora que no es muy complicado arrancarle una sonrisa a un niño. Solo hace falta cariño y voluntad. Kenedy representó el ejemplo de lo que debería ser el fútbol. Llegó al vestuario sin ropa y salió de nuevo para darle un par de botas más a otro niño que se había quedado sin ellas. No digo que tengan terminar todos en pelotas, pero entre el extremo en positivo de Kenedy y el habitual 'vivo por encima del bien y del mal' que dibuja el balompié moderno, seguro que hay un punto de equilibrio que naturalice un deporte, que debe dejar de mirarse el ombligo y pensar en el entorno antes de que la edad les convierta en jóvenes jubilados sin oficio ni beneficio.
Los clubes deberían obligarse a sacar a sus estrellas a la calle todas las semanas, que los futbolistas tengan por contrato dos o tres horas de acción social al día, que vayan a ver lo que se cuece en los colegios, en los campos donde se forja la base. Que realicen clases maestras, firmen autógrafos, salgan a los barrios y se acerquen a la realidad de los fans que cada día les entregan parte de su estado de ánimo. Hacer un entrenamiento masivo en Navidad es una anécdota. En Pucela, el basket lo bordó con una concentración masiva de padres e hijos. Es una gozada ver al capitán, Sergio de la Fuente, elevando a un niño para hacer un mate. Un ejemplo. No pido mucho más, pero que sea cotidiano, no esporádico. En Zorrilla, la imagen de Pisuerga resulta inalcanzable. Es como si unos fueran de carne y hueso y los otros de un metal precioso que cuando lo tocas pierde sus propiedades. Den una vuelta al concepto. Hacer feliz a un niño, además de la recompensa moral, también sirve para que el pueblo entienda las miserias de una profesión que te lleva de la cima a la mina en un suspiro.
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