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La pizarra de Pezzolano vivió un ligero reseteo en el Sánchez Pizjuán. El técnico buscó repoblar el centro del campo y evitar que el génesis de su fútbol se acune en las botas de los centrales. Lo hizo a través de un 4-2-3- ... 1, con un doble pivote en el que Mario Martín ejerció las funciones de catalizador y Juric de coche escoba. El nuevo planteamiento cambió la hosca versión exhibida por el cuadro castellano lejos de Zorrilla. La presión volvió al feudo del adversario y el planteamiento defensivo por fin se convirtió en el primer movimiento ofensivo. Además de buscar el robo e intentar anegar la zona de creación del Sevilla, el Real Valladolid buscó la contra con perpendicularidad y sin tapujos. Le faltó lo de siempre, calidad para ejecutar con criterio el último pase y lucidez para finalizar sin atropellos. Esto hizo que los despliegues fueran más ruido que nueces, pero a estas alturas del curso, con lo que hemos visto hasta la fecha, nos puede servir como primer paso para esquivar el encefalograma plano de los choques a domicilio.
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Tengo una fe enorme en el futuro de Mario Martín. Vaya por delante. Pero entre la roja de juvenil del choque ante el Celta y la primera parte de ayer, mi devoción iba perdiendo entusiasmo. Entonces, llegó la segunda mitad y el guion cambió por completo. El canterano merengue abrochó mi desazón con un control orientado de otro planeta y una asistencia fantástica que Kike Pérez embocó con mimo. Me recordó a Zidane, salvando las distancias. Le sobra pelo y le falta magia. Pero me congratula. Ese giro, esa caricia, ese pase. Debe mejorar los riesgos en el perímetro de Hein, eso sí. En la segunda entrega, Pezzolano adelantó ligeramente su posición y tanto Mario como el resto del equipo lo agradecieron. El uy cambió de área. Si el técnico le sigue dando minutos y confianza, estoy seguro de que las dudas desaparecerán y seguirá cosiendo galones a su uniforme.
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El Real Valladolid dejó atrás la tiritona. La monotonía de encuentros precedentes cedió su espacio a una versión más competitiva y canchera. El Pucela afrontó el partido con personalidad. El sufrimiento no debe estar reñido con la ambición. Se puede sufrir ganando, compitiendo, buscando algo más que defender y patear la pelota hacia ninguna parte. Es cuestión de actitud y convencimiento. El Pucela es inferior a muchos rivales, pero si corre, aplica solidaridad a todas sus acciones y utiliza el balón como primer argumento defensivo, tendrá opciones de hacer algo más que el ridículo ante cualquier oponente. Ayer, en muchas fases del partido, fue mejor que el Sevilla. Es cierto que el cuadro hispalense no es ni su sombra, pero el conjunto blanquivioleta consiguió ensanchar la penumbra andaluza con unas prestaciones, por fin, acordes a la categoría.
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El Sevilla vivió de la calidad individual y los desajustes, en forma de despistes o groseros gazapos en el pase, del Real Valladolid. Así llegó el 2-1. El equipo de García Pimienta no da para más. Pezzolano leyó bien el partido, tanto en el planteamiento inicial como en la evolución que presentó con los cambios. Esta vez le quitó el corsé al cronómetro y no esperó al minuto 60 para girar el volante. Amath, que permanece en el limbo, se quedó en el vestuario en el descanso. La entrada de Iván Sánchez aportó solvencia y control de balón. Los pivotes dieron un paso al frente y con el Sevilla grogui apostó por la doble punta con la entrada de Latasa por Kike Pérez, que se fue nada más empatar. El técnico destiló valentía y a su equipo se le borraron los complejos. No era tan difícil. Cuando el conjunto andaluz se levantó, retrocedió el movimiento y metió a Meseguer para reflotar el fuelle de Juric y Mario Martín. Latasa, por cierto, debe abandonar el teatro en el cuerpo a cuerpo para no terminar convirtiéndose en una imitación de Sergi Guardiola.
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El Pucela terminó el partido con la mandíbula prieta. Sylla y Latasa arriba. Moro con el puñal en ristre. Iván Sánchez y Mario Martín con la mirada tensa. Falló Meseguer. Salió al césped con legañas y cuando se quiso dar cuenta se vio atropellado por un rival a dos palmos del área blanquivioleta. Robo, pase, quiebro y gol. A pesar de la derrota, el Real Valladolid dio la cara. Es el camino. Perder siempre representa un quebranto, pero hacerlo así resulta más reconfortante que perpetrar partidos como el de Madrid, Barcelona o Vigo. Toca seguir remando y buscando la estabilidad a través de la consistencia. La derrota llegó por un despiste. Para que el sufrimiento no se convierta en agonía, el cuadro castellano debe mejorar sus prestaciones en las dos áreas.
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