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Recuerdo con nostalgia aquellos veranos en los que el Real Valladolid aliviaba la canícula con fichajes que te refrescaban cualquier mañana random de julio. Era abrir las páginas del Decano y veías movimiento, caras nuevas, salidas y llegadas. Triguillo para encender las tertulias de sobremesa ... y gasolina para trocar el cemento del estadio por gargantas. Aquellos canteranos del Madrid que se asomaban a Zorrilla para pisar el escaparate del fútbol profesional o los sudamericanos que aterrizaban en España con hambre de futuro. Aravena, Da Silva, Pato, Cuca. O Shoji Jo, que llenó la ciudad de periodistas japoneses. El lechazo y el jamón de bellota tumbaron de un soplido al sushi. Eran tiempos de stage de pretemporada, de ilusión o desencanto en función de la composición de la plantilla. «Este año me hago socio» o «con el equipo que han hecho bajamos. Que vaya la prima del presidente a pasar frío». Como si estuviera viendo a mi padre. Eso sí, se quejaba, pero al final aparecía un día en casa con los carnés asomando por el bolsillo de la camisa. «Y qué vamos a hacer, tendremos que ir».
El fútbol ya no es lo que era. Ahora, al Pucela le sirve con el escudo y la pasión desatada de sus fieles para batir su récord histórico de abonados. No es que haya fichajes plof, es que no hay. Todo se concentra en las últimas horas del mercado, pero los quejíos no se traducen en desbandada. Todo lo contrario. Como diría Rajoy, «cuanto peor, mejor para todos y cuanto peor para todos, mejor». El absurdo trabalenguas representa el vivo reflejo del ardiente idilio que vive el club con la grada. No le hace falta fabricar ilusión con nuevos cromos. Ya no vende abonos, los despacha. Y el que no anda listo se queda fuera. Antes, las incorporaciones marcaban la campaña de socios.
A seis días del debut, Pezzolano tiene el equipo como el cajón de saldos de un outlet. Entiendo las dificultades, los límites salariales, las ampliaciones de capital y todas las apreturas que acortan el zoco al último suspiro. Lo que no me parece coherente es el mensaje de inferioridad, la asunción de que vamos a sufrir hasta el último silbido. Que no digo que no vaya a suceder, pero si pisas un bordillo pensando que te vas a caer, en cinco minutos estás en urgencias con el tobillo hecho un cromo. Un poco de ilusión no vendría mal para que la hinchada vaya el lunes a Zorrilla con la mente despejada y el «Pezzolano, dimisión» no se convierta en el clásico «Ronaldo, vete ya». Estaría bien arrancar ganando a un rival directo. Los puntos del inicio son tan importantes como los del desenlace.
En esta nueva era en blanco y violeta, la pretemporada termina en el despacho el 30 de agosto, pero en el césped se extiende hasta mediados de octubre. El curso ya no es una carrera de fondo. Es como pasar del maratón al 1.500. Todo se fía a llegar vivos hasta diciembre y ver si el mercado de invierno sana las estrecheces del periodo veraniego para afrontar la última recta en el grupo de los elegidos. Así resulta muy difícil que el legado pase por fin del verbo al verde. En Primera, un segundo perdido es un abismo.
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