El fútbol ha evolucionado (o involucionado) tan deprisa que no nos hemos dado ni cuenta del cambio. Asumimos el contexto y todas sus aristas del ... mismo modo que lo hacemos con otros ámbitos de la vida. El progreso, dicen. El barro ha cedido su sitio a céspedes mixtos que no paran de triturar rodillas. Pero quedan muy vistosos. Verde, muy verde, eso sí. Sin calvas ni líneas con panza. Sigue siendo fútbol, pero con menos esencia. Más bien con esencias distintas, tampoco me voy a poner demasiado romántico. Lo que no para de crecer es la masa social de los clubes. El otro día coincidí en una reunión con un directivo del Leganés y reconocía que están surfeando la cresta de la ola. Nunca tuvieron una parroquia tan nutrida. Ahí, LaLiga lo ha hecho bien para que el 'fan engagement' global se refleje con éxito en las gradas de los estadios. El marketing ha hecho el resto.
Esta profesionalización del deporte rey ha contribuido también a su deshumanización, aunque los clubes no paran de buscar vías de ingresos a través de la experiencia del fan. Tal vez les falte un poco de autocrítica y les sobre ombligo. Una mirada social más profunda. La llama del corazón del hincha cada vez brama con más fuerza, de ahí los récords de abonados, pero no todos los clubes son capaces de encontrar el equilibrio entre el negocio y la pasión del aficionado. En el Real Valladolid hay sentimientos encontrados. Es capaz de poner en marcha actividades tan importantes como llevar a sus estrellas a los coles o potenciar los 'meet and greet' con el universo blanquivioleta, pero de repente pincha en hueso condenando a la clandestinidad, un jueves gélido de otoño, al Trofeo Ciudad de Valladolid. La soledad de las butacas recordó a tiempos pretéritos, donde el equipo no enganchaba ni en Primera.
Vuelvo al argumento del inicio. La deshumanización del fútbol se traduce en pretemporadas más próximas al euro que a enganchar a la afición. Esto es producto también del acomodamiento de los clubes, que saben que el balompié vive su edad de oro y que ya no venden abonos, los despachan. Por eso, terminan el mercado de verano con las plantillas a medio hacer. Por eso, los trofeos, que en su día eran iconos, ahora son torneos de la galleta que sirven para cubrir el expediente y poco más. Solteros contra casados que se disputan incluso a deshoras y a destiempo, con rivales impropios y las tribunas como un solar. No sirven ni para foguear a los menos habituales. Recuerdo aquellos veranos esperando para ver el Teresa Herrera, el Carranza, el Bernabéu, el Gamper o el Colombino. El Trofeo Ciudad de Valladolid solía ser un plato fuerte de la pretemporada blanquivioleta. Eran otros tiempos. Las operaciones se cerraban en hora y el periodo de preparación era real, no un trampantojo, como es ahora, para arrancar el curso como sea y buscar una bola extra en diciembre.
El martes, de madrugada, Rafa Nadal, el mejor deportista español de todos los tiempos, colgó la raqueta en Málaga. Se despidió como es él, con verdad y sin artificios, con la rotundidad de su verbo sincero y la humildad de un mito viviente. Rafa no necesita la pompa, le basta con su legado, su actitud y sus valores. El fútbol debería aprender un poco de Don Rafael Nadal Parera. Seguro que si lo hace, encuentra el camino para enamorar a sus fans sin perder la vergüenza por el camino.
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