Cinco años antes de que 'El secreto de sus ojos', película dirigida por Juan José Campanella en la que Ricardo Darín encarna a Benjamín Esposito, un pesaroso agente judicial jubilado, asistido por Pablo Sandoval, un subalterno de curda perenne, obtuviese el Oscar a la mejor ... película extranjera; Ricardo Darín alzó la espiga correspondiente al mejor actor de la Seminci de 2004 por su interpretación en 'Luna de Avellaneda', película dirigida por Juan José Campanella, en la que el porteño encarna a Román Maldonado, un decaído –y aun así empedernido– adalid del club que da título a la cinta, respaldado por Amadeo Grimberg, su colega de perenne curda.
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Según reconoció Campanella, el papel del beodo de aquella, asignado a Guillermo Francella, no se encargó al mismo actor que al borracho de esta porque «Habíamos pensado en Eduardo Blanco pero iba a ser muy repetitivo». Afines en cualquier caso, Guillermo o Eduardo, Sandoval o Amadeo, desde las bajuras de su amor propio respectivo, desde sus orgullos horadados, desde una dignidad que no se reconoce, que no se reconocen, entreven en su melopea un hálito de lucidez.
El primero delinea algo tan etéreo como la pasión: alguien, proclama Sandoval, «puede cambiar de todo: de cara, de casa, de familia, de novia, de religión, de Dios... pero hay una cosa que no puede cambiar, Benjamín;no puede cambiar de pasión». El Pucela vuelve a dar señales de vida, las caras de los aficionados se desagrían paulatinamente. El equipo dado por muerto hasta hace nada ha realimentado una esperanza que barniza una pasión imperecedera pero demasiado expuesta a los erosivos agentes externos. Una ligera capa en Vitoria y una correcta disposición –pese a la derrota– ante el Villarreal han esmaltado la pasión apocada. Bien es cierto que los groguets han subyugado al Pucela.
Pero el hecho de que la opción de puntuar se mantuviera hasta el final, de que el empate perdurase hasta poco antes, persuade y presenta como posible una aspiración dada por inaccesible. Tal vez no sea más que una ilusión alimentada por Hein –Heno, traducido del estonio–. Sin su labor, excelsa, el marcador podría haber arrumbado cualquier vestigio de fe. Hein, al que ya el primer día –no se esconde debajo del larguero, con los pies no se complica– se enalteció en exceso por las ganas de portero de una afición que en los últimos tiempos, más allá del desempeño del correcto Masip, temblaba ante cualquier acercamiento rival a la portería, empieza a mostrar cualidades de portero grande. Los halagos decayeron enseguida. Algún error, alguna duda, y resurgió el síndrome de la portería endeble. Pero no. Sus últimas actuaciones con este sublime colofón cierran cualquier temor. Su reacción tras recibir el segundo gol denotó la rabia de quien es consciente de haber perdido un botín que se le hubiera atribuido.
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El segundo, Amadeo, destierra desánimos: «¿Vos sabés que siempre va a haber un día mejor y un día peor? O sea, que pase lo que pase, hoy va a ser un día promedio». Se perdió, sí, pero ante un equipo muy superior. Cada cambio groguet introducía un jugador internacional y descansado; cada uno pucelano solo pretendía aportar un oxígeno que no alcanza. Se asume, sin derrotismos.
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