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La de ayer noche es la otra forma que tiene un equipo de fútbol de salir derrotado tras haber peleado con dignidad un partido imposible ... de superar. Una imposibilidad que, lejos de ser impuesta por un rival superior, que también, viene determinada por esa debilidad crónica persistente que tiene este Pucela nuestro, nacido muerto por mor de las circunstancias impuestas desde el propio club, apenas recién terminada la pasada temporada.
Un Real Valladolid que ayer de blanquivioleta salió dispuesto a ser digno en su fondo y formas –¡sin más!– porque más no hay. Aunque ese «no hay» vaya investido tanto de ausencia de futbolistas como de otras dignas de resaltar, y entre las cuales sobresale por encima de todas la ausencia de un trabajo programado y grupal.
Y es que a este Real Valladolid le faltan horas de entreno, tanto a nivel individual como colectivo; le faltan los mecanismos más elementales a la hora de defender.
Carece de agresividad en la marca, posiciones perfiladas en los emparejamientos individuales así como de agresividad en la disputa individual, confundiendo las ayudas de los próximos con las ausencias más elementales de marcaje al par encomendado por la proximidad de la pelota. Este Pucela no tiene mecanismos ni automatismos conseguidos en su juego porque jamás repitió alineación más de dos partidos seguidos.
Hemos pasado de intentar conseguir mediante el trabajo diario un sistema asentado, a creernos que la consigna engañosa del «jugar juntitos» nos sacaría de la pobreza táctica y ahí hemos muerto por ausencia de ganas de vivir.
Está claro que ese eufemismo de estar juntos es tan obvio, como necesario el meter el pie, obligado cargar el cuerpo en la disputa o imprescindible derribar cuando hay que derribar; todo menos esa insoportable levedad en la marca, esa transparencia en la disputa o ese pacto de no agresión en el cuerpo a cuerpo al tiempo que, cobardemente y uniformado, alguno lo saca a relucir en un banquillo... ¡mientras nos jugamos la vida!
Bien es cierto que para que todo lo anterior se pueda trabajar, tiene que venir retroalimentado por la acción decidida del estamento dirigente, algo que en nuestro caso jamás ha ocurrido.
Un abandono programado, hasta colocarnos en la «inclusa deportiva», que ha contemplado la huida de directores generales –¡que bien suena el cargo!–, y el desfile de tres entrenadores para que al final el hombre de la casa se termine de hacer cargo del imposible.
Ayer al menos, la camiseta lució dignamente en el Metropolitano mientras cosechábamos otra esperada derrota.
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