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Hoy, desde el vértigo que dan los 20.000 abonados, las ventanillas cerradas, el todo vendido y el blanquivioleta inundando la ciudad mientras el mejor jugador que ha tenido el Real Valladolid en su historia ocupa un lugar en el palco en lugar de ... en el césped, resulta difícil pensar en mayo de 2006. En aquella tarde borrosa, olvidable, del 17 de junio, cuando el Valladolid de Alfredo Merino se enfrentó al Elche en el último partido de una temporada horrenda, 2-2, con 2.135 espectadores.
2.135 espectadores. En unas gradas con capacidad para 26.512.
Esa tarde Ronaldo se preparaba para enfrentarse al día siguiente con Australia, en la primera fase del Mundial 2006. Acabaría los tres primeros encuentros con dos goles a Japón y marcó otro a Ghana en octavos antes de que Francia se cruzara en su camino en cuartos. Se convirtió en el máximo goleador en la historia de la Copa del Mundo (15 goles en cuatro citas) hasta que le adelantó Klose.
Qué lejos quedaba el glamour del Mundial del Zorrilla desierto.
En el Real Valladolid se barruntaba revolución. El club manejaba una lista de bajas interminable, producto del cabreo por la temporada y de la necesidad de recuperar a un aficionado en pleno éxodo. 'Los descartes se reenganchan', decía El Norte el 17 de julio de 2006. Y se explicaba: «Los siete jugadores con los que no cuenta el club se presentarán hoy al inicio de la pretemporada a la espera de que Mendilibar decida si les lleva o no a Austria».
Roberto Losada, Julián Robles, Lledó, Figueredo, Óscar Sánchez, Alberto Marcos y Chema.
Esos eran los siete descartados por el club.
Sí, recuerdan bien. Losada,Óscar Sánchez, Marcos y Chema no se fueron. Tampoco algunos de los que participaron en aquel espanto de junio ante el Elche: Pedro López, Álvaro Antón, Llorente, Víctor. Ni dos que se quedaron fuera de la convocatoria: Iván Hernández y Javi Baraja.
Pero demos un pequeño salto atrás.
José Luis Mendilibar, vasco, exjugador modesto, había deslumbrado en Segunda División con el Eibar en la temporada 2004-2005. Entre sus exhibiciones de aquella temporada, dos partidazos contra el Real Valladolid, en Ipurúa y en Zorrilla. El 1-2 de los eibarreses el 13 de marzo aceleró la marcha de Sergio Kresic, entonces entrenador blanquivioleta, que no cayó de inmediato porque no había sustituto disponible.
La temporada de Mendilibar con el Eibar no acabó en ascenso de milagro. O mejor dicho, por la deportividad de David Silva. En el minuto 92 de un partido contra el Lleida, con 1-1, el mediapunta lanzó fuera el balón, en lugar de rematar una jugada clara, porque había un rival en el suelo. «Tenían que hacerle un monumento porque gente que actúe así hay poca», dijo después, en la sala de prensa, José Luis Mendilibar. Quedaban siete jornadas y su equipo se alejaba a 4 puntos del ascenso directo (entonces subían tres equipos directamente). El Eibar, finalmente, no ascendió.
Pero Mendilibar sí. El Athletic, dirigido por Fernando Lamikiz, le llamó. El sueño de una vida.
El Real Valladolid le había llamado. Pero claro. Primera División. Athletic Club. Un tipo de Zaldívar. Eran demasiados elementos.
Y Mendilibar se fue rumbo a San Mamés mientras el Real Valladolid se entregaba a Marcos Alonso, el técnico que había malacabado la temporada que malempezó Sergio Kresic.
Ni a unos ni a otros les fue demasiado bien.
Mendilibar fue destituido el 31 de octubre de 2005. Duró 131 días.
El Real Valladolid echó a Marcos Alonso tras la jornada 25, tras muchas semanas con malas sensaciones en el equipo y muy lejos del objetivo final, el ascenso a Primera División (acabó la jornada a 9 puntos del tercero, el Levante).
Y Alfredo Merino alcanzó la última jornada, la 42, en ese partido calamitoso ante el Elche. Lo que para el técnico palentino era un sueño cumplido, hacerse cargo del primer equipo tras su buena actuación en el Promesas, se convirtió en una pesadilla. Acabó la temporada décimo, con 55 puntos, a 17 del ascenso directo.
Era la hora de intentar de nuevo el fichaje de Mendilibar. Lamikiz, que guardaba buenas relaciones con Carlos Suárez, le animó a intentarlo. «Es un buen fichaje, aunque aquí las cosas no le terminaron de salir», le dijo el presidente del Athletic.
Entre sus primeras frases, esta: «Un club como el Real Valladolid debe optar al ascenso, pero no debemos hacerlo con prisas, no tenemos que estar desde el inicio de la temporada entre los tres primeros y sin querer bajar de ahí en toda la campaña».
La futurología no es lo suyo. En apenas 306 días desde aquella frase llevó al equipo a Primera División, ocho jornadas antes del final del campeonato.
«Me gustaría que dentro de dos o tres meses el equipo piense más en sí que en el contrario. Debo convencer al futbolista de que lo mejor es lo que yo le propongo para el equipo. ¿Cómo convencerlo? En los entrenamientos y los partidos de la pretemporada. Los resultados también ayudan a que se convenzan», dijo también.
Y ahí sí cumplió.
El método de trabajo resultó llamativo por muchas cuestiones. La primera, por lo cortas que eran las sesiones de entrenamiento, aunque al mismo tiempo eran tremendamente intensas. La segunda, por el asunto del baño de hielo. Una forma de intentar prevenir lesiones musculares. La tercera, por la manera en que se dirigía, a voz en grito, a los futbolistas. «¡Cebollo!», le espetó a un asombrado Capdevila a las primeras de cambio. Un 'cebollo' que se convirtió, junto a las 'volatas', en algo habitual. ¿Que te comías un ejercicio? Volata. ¿Que no ejecutabas bien la presión? Volata. ¿Que rematabas al maizal en aquel campito de Feldkirchen donde se celebró la pretemporada más surrealista de la historia, rodeados de turistas en bañador a la orilla de un lago? Volata. Y venga jugadores a hacer voleteretas por el césped.
Aquellos gestos tenían más importancia de la que se pueda suponer. Relajaban el ambiente. Mendilibar hablaba de fútbol. Con los jugadores, sí, pero también con los periodistas, que aquel verano se desplazaron en buen número hasta Austria para cubrir la pretemporada. Un ejemplo: «Al final el pase a quince metros, entre que vaya a dos por hora o a cuatro por hora, tampoco hay tanta diferencia. Parece que es igual de bueno, pero no es así, porque uno tarda más en llegar y el contrario se acerca más y es más difícil controlar. Muchas veces das el pase, el balón llega y parece que es bueno. Y yo les digo que aunque ha llegado no es bueno, porque el rival estaba demasiado cerca del compañero», explicaba a El Norte en aquella concentración.
Parece sencillo. No lo era.
Como detalle. El día en que el equipo viajó hasta Austria, a aquel camping de bungalows que nada tenía que ver con el fútbol profesional, este redactor esperaba al autobús del equipo en la puerta para retratar la llegada de los jugadores al lugar de concentración. Alberto Marcos fue de los primeros en bajar. Directo hacia mí. ¿Se acuerdan de la información de la lista de bajas? Fue una bronca corta pero inolvidable, a centímetros una cara de la otra. Una muestra de la tensión irrespirable en la que se movía aquella plantilla desde hacía meses. (Tres años más tarde, en el campo del Betis, tras el empate salvador que dejaba al equipo en Primera, llegó el abrazo reconciliador, honesto, sin rencor, pero eso es otra historia).
Tras un verano con menos cambios de los que se esperaba, el equipo comenzó la temporada con buen fútbol y algunos resultados adversos injustos.
Llegaron Alberto López (portero), Iñaki Bea, Sisi, Álvaro Rubio, Borja, Capdevila, Gonzalo Vicente, Mario Suárez, Manchev (en el mercado invernal), García Calvo, De la Cuesta y Kome. Subieron del filial Asier, Sergio Asenjo, Jesús Rueda. Rafa regresó tras una temporada de cesión en el Eibar.
Muchos fichajes, sí, pero sin embargo, en el once titular de aquel año continuaban Pedro López, Alberto Marcos, Javier Baraja, Víctor y Llorente. Y en la plantilla seguían Óscar Sánchez, Jacobo, Iván Hernández, Roberto Losada, Chema, Álvaro Antón. Del equipo de la hecatombe se mantuvieron, por tanto, 11 jugadores.
En las dos primeras jornadas, dos victorias. Después, dos derrotas consecutivas por un gol, un empate en campo del Xerez y una derrota en casa ante el Salamanca.
Nada de excusas habituales. Mendilibar llegó a la sala de prensa tras aquel 2-3 y comenzó, una vez más, a hablar de futbol.
«Los medios centros a veces se meten demasiado atrás. A veces son los centrales los que les tienen que meter una patada en el culo y mandarlos para arriba. Y además jugamos demasiado a la par, y tiene que estar uno por delante del otro, y no tiene por qué ser el mismo. Así, los rechaces y segundas jugadas nos pilla el equipo contrario», dijo.
O también: «Somos tan honrados que en un momento dado en lugar de hablar con el compañero para que haga su trabajo queremos hacer su trabajo y el mío. Tenemos que meternos en la cabeza que no podemos hacer esos regalos, que tenemos que hablar, que chillar, que el compañero tiene que saber que estamos metidos en esa jugada. No podemos esperar con los brazos abajo».
Aquel partido, por cierto, lo vio en la grada. Su vehemencia le costó más de una tarjeta de los colegiados aquella temporada.
El equipo, a pesar de la mala racha, recibía halagos por su juego. El propio Javi López, técnico del Salamanca, dijo tras ganar en Zorrilla que el Valladolid era el mejor equipo que había visto hasta entonces en la categoría. «Pues el Xerez les metió cinco y nosotros hemos perdido», replicó Mendilibar con socarronería.
Fue el último disgusto. Al siguiente partido se ganó en Elche en Copa. 0-1. Y luego al Lorca 1-0. Se empató con la Ponferradina (2-2), se ganó al Elche en Liga (1-0)... Y se encadenaron 29 jornadas consecutivas sin perder. Por el camino, partidos como el de Vecindario, que se ganó por 1-2 pese a un comienzo de partido horrible. Tan malo, que Mendilibar decidió hacer el primer cambio en el minuto 30. Quitó a Sisi. «En el descanso les he dicho que podía haber quitado a cualquiera de los once. Me ha dado el ramalazo y he quitado a Sisi, pero treinta segundos antes iba a quitar a Capdevila», soltó. Sumaba así su sexto partido ganado consecutivo y se alzaba, en la jornada 12, a los puestos de ascenso. Ya no los abandonó.
El día que se certificó que el Real Valladolid ya era de Primera División ocurrieron cosas propias de los festejos. Mendilibar le derramó un botellín de cerveza a León de la Riva por la cabeza. Se puso ese gorro blanquivioleta encima de una sonrisa desbordada y compuso así la foto que pasó a la posteridad.
Y al día siguiente, antes de encontrarse a Valladolid desparramada de alegría en pleno puente festivo (23 de abril de 2007, lunes), pudo saludar a las propietarias principales del club, las hermanas Saralegui, hasta entonces poco más que un concepto, una entelequia, que decidieron hacerse carne en plena celebración para hablar de planes de futuro, de un club nuevo y de varios etcéteras tan ilusionantes como, luego se comprobó, absolutamente vacíos de contenido.
A Mendilibar le quedaban aún dos temporadas y pico como técnico blanquivioleta. En la primera, con una permanencia cerrada a última hora, pero sin muchos agobios, en el campo del Recreativo de Huelva, con la esposa de Joseba Llorente embarazadísima en la grada y llorando de emoción tras el gol, uno más, de un delantero racial.
Un partido que acabó con celebración por todo lo alto, como no podía ser de otra forma.
El siguiente curso en Primera, agónico, se cerró con la felicidad de una permanencia contra pronóstico, en una jornada en la que todos los resultados que no debían darse se dieron para que Betis y Valladolid se eliminaran entre sí. Marcos Aguirre, inédito todo el año, hizo el gol blanquivioleta. Sergio Asenjo paró todo. Incluso cuando Oliveira le susurró un «no me pares más» al más puro estilo «esto me está matando» de Federer.
Aquella noche en Sevilla, Pedro León celebró el ascenso en muletas. Había abandonado el campo lesionado y dejó su puesto a Marcos Aguirre. García Calvo había llegado al partido con dolores terribles en su maltrecho pie, y apenas aguantó 48 minutos sobre el césped. A Sergio Asenjo, portero titular aquella tarde, le quedaba un mes para cumplir los 20 años de edad. Nano, central cedido por el Betis, se debatía entre la alegría de que sus aún compañeros se hubieran quedado en Primera y la certeza de que el club al que él volvía jugaría en Segunda.
La pretemporada siguiente no comenzó bien. Mendilibar confesó a sus íntimos en Inglaterra, en plena euforia por la cantidad de fichajes que estaban llegando, que no tenía buenas sensaciones. Pelé, Héctor Font, César Arzo, Diego Costa, Marquitos, Nivaldo... Solo quedaban ocho supervivientes del Real Valladolid del ascenso de los récords. Con el paso de los partidos y con los malos resultados obtenidos, desde la Dirección Deportiva se deslizó que Mendilibar no le estaba sacando rendimiento a la plantilla. La displicencia de Medunjanin, la nula aportación de Pelé, Arzo o Font, el escaso nivel de Marquitos, Nivaldo, Luis Prieto o Manucho, la irregularidad de Canobbio, la llegada entre los refuerzos invernales de un Keko aún a medio hacer (era juvenil)...
Mendilibar fue destituido tras veinte jornadas. El público no le quería echar. Arturo Posada lo contaba así en El Norte: «Tras ser expulsado, José Luis Mendilibar vio los últimos minutos del partido al lado de los aficionados de las primeras filas de la Preferencia A. Ningún seguidor se dirigió al entrenador del Real Valladolid con ademán crítico mientras Mendilibar intentaba dirigir a sus jugadores desde la distancia».
El lunes, Carlos Suárez anunció la destitución de Mendilibar y su relevo por Onésimo Sánchez. One tuvo diez jornadas. Javier Clemente, las ocho últimas. El Real Valladolid descendió. Y muchos años después, Carlos Suárez, con la perspectiva del tiempo, decía: «No tenía que haberle echado».
En la puerta del estadio, el 2 de febrero de 2010, decenas de aficionados le despidieron con una ovación y algún que otro abrazo. El 'mendilismo' había pasado, por méritos propios, a formar parte de la historia del Real Valladolid.
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