Me siento en la silla, enciendo el ordenador y limpio el polvo posado sobre el teclado mientras la máquina termina de arrancar. Con todo ya ... preparado para empezar a escribir me pasa algo que muy pocas veces me había sucedido antes: me quedo en blanco y no sé realmente qué decir. Siento que ya lo he dicho todo y, a la vez, que todavía me queda todo por decir.
Llevo muchas temporadas sintiéndome triste, enfadado, temeroso o rabioso, pero el partido del Pucela contra el Getafe hizo que sintiera un vacío inmenso. Ninguno de los cuatro goles encajados me dolió. La sensación durante todo el partido era la misma que podría haber tenido si me hubiera quedado mirando fijamente a una pared blanca durante noventa minutos; es decir, apatía, indiferencia y aburrimiento, con la diferencia de que es más fácil que la pared cambie de color por arte de magia a que el Pucela vuelva a parecer un equipo de fútbol de verdad.
Este Real Valladolid del sepulturero Ronaldo y su séquito de petulantes aduladores suma casi los mismos puntos (dieciséis) que la distancia que le separa de la zona de salvación (catorce). De hecho, no sé si lleva más broncas o victorias. La última escenita -a la vista del mundo entero para que todo el planeta pueda comprobar la carencia de materia gris dentro de la cabecita de Luis Pérez y el estado crítico y catatónico en el que se encuentra el club- demuestra, una vez más, que los jugadores campan a sus anchas y la imagen les importa un carajo, que el entrenador no se entera de nada, y que no hay nadie a los mandos de la nave. Tampoco alivian el sentimiento de abandono las puñeteras cartas que envían cada semana a los abonados. Nunca había sido tan necesario e importante dar la cara para explicar cómo hemos llegado a esta situación, pero, en lugar de ponerse serios, se han convertido en una autoparodia que acaba siendo una comedia involuntaria. Hace falta guillotina para que rueden cabezas sin descanso hasta que el club quede como un solar.
Nada pasa por casualidad. En todo lo que llevamos de siglo, el Real Valladolid se ha ido descomponiendo gradualmente acostumbrándose a la mediocridad, y a un nivel de exigencia inexistente. Todos los pasos nos han llevado a este infinito desastre. Y lo peor es que no hemos tocado fondo.
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