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«Visto el comienzo de 'Daredevil: Born Again', parece que por fin alguien se ha dado cuenta en Disney de que no viene nada mal contratar a buenos realizadores y copiar a los orientales». Poseído por un ataque de entusiasmo, comenté estas líneas en mis redes sociales tras ver el comienzo de la nueva serie de Marvel para Disney. Los primeros minutos son de vértigo, una pelea en plano secuencia -ahora que el concepto vuelve a estar de moda gracias a 'Adolescencia'- con agresivos movimientos contra el suelo y las paredes del edificio, desde los cimientos hasta el tejado. Puñetazos a diestro y siniestro, patadas voladoras, caídas contundentes, gente arrastrándose, tropezones, cuchilladas… Mamporros a porrillo.
Las cruentas imágenes exprimen al máximo los valores más destacados de una propuesta que tuvo tres temporadas en Netflix, obteniendo el favor del público erudito, sobre todo la primera y tercera entrega, estrenada hace siete años (todas recuperables en Disney+). La coreografía de la violencia funciona, con un final tan doloroso como inesperado. Sin embargo, tan rotundo comienzo es un espejismo. Ahí se queda toda la carga pesada. Fulminada, prácticamente, toda la acción presente en los primeros capítulos de 'Daredevil: Born Again', cuyo título no hace justicia al cómic homónimo, una obra magna pergeñada por Frank Miller, y David Mazzucchelli. De nuevo la materia prima es ninguneada a la hora de adaptar un cómic. Volvemos a preguntarnos para qué compran los derechos de un tebeo si luego se lo van a pasar por el forro. Ideas desperdiciadas, caen por el agujero negro de los despachos de los grandes estudios.
Siendo crítico, sin hacer prisioneros, resulta preocupante que a estas alturas a los seguidores más acérrimos y recalcitrantes de Marvel, incluyendo a quienes firman críticas en medios especializados -hay que ganarse el pan-, les parezca revolucionario, incluso sumamente inteligente, ver a gente hablando en pantalla más de la cuenta, en plano contraplano, como si no existiera el cine independiente o tantos clásicos de la historia del séptimo arte. Quien haya visto cine judicial intenso, sin la necesidad de dar títulos obvios, tiene que fruncir el ceño, incluso resoplar, con lo que acontece en 'Daredevil: Born Again', sobre todo en su tercer episodio, rematadamente plano y previsible. El relato transcurre casi enteramente en un juzgado, donde el caso a debatir, sin dobleces ni sorpresas, tan simple como el mecanismo de una pandereta, se hace eterno. La vuelta del Hombre sin Miedo, el superhéroe ciego con poderes extrasensoriales, se plantea cuestiones interesantes, como la famosa pregunta «¿quién vigila a los vigilantes?». También señala cómo las organizaciones criminales se introducen en política y toman puestos destacados, un tema que está al orden del día, sin hacer demasiada sangre. Hay quien verá a Trump asomar la cabeza, con un sosias evidente, pero hablar de la corrupción policial, por acumulación, ya es inofensivo. Aquí es donde se echa en falta una buena colección de diálogos originales y realmente potentes.
Kingpin vuelve al ruedo. El gran villano encarnado por Vincent D'Onofrio, quien parece haber nacido para este papel, regresa a a primera línea, esta vez como implacable alcalde de Nueva York. Y se antoja cansino. Vale ya, Wilson Fisk, eres un pesado, por muy bien que estés interpretado. El enfrentamiento con el justiciero protagonista es inevitable, ya lo sabemos, ¿para qué alargar tanto la agonía?
Los minutos que ofrece 'Daredevil: Born Again', con todas sus buenas intenciones (y algún logro visual), se hacen eternos. La serie está más cuidada que otros lanzamientos del MCU recientes, pero tampoco es una tarjeta de presentación fiable, dado el discutible nivel al que nos están acostumbrando. No descubre nada, salvo algún bostezo, además de destapar, una vez más, el aburguesamiento al cual se abraza un tipo de espectador que acepta lo que le echen y eleva en modo fan fatal cualquier atisbo de seriedad en una propuesta superheroica, como ya ocurriera con 'El Pingüino ', igualmente sobrevalorada. Charlie Cox, en la piel de Matt Murdock, el abogado bajo el disfraz de diablo rojo, cumple con el expediente, es un individuo entrañable, pero, aplaudiendo el dicho «en el país de los ciegos, el tuerto es el rey» -vale, puede entenderse como un chiste malo-, poco avanzamos en el ámbito del entretenimiento audiovisual más comercial. Menos mal que irrumpe en escena algún esperado antihéroe con ganas de marcha, pero basta ya de bajar el listón y acomodar nuestro presunto criterio cinematográfico como si hablasemos de fútbol.
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