El problema es la carencia de conocimientos. Y de referencias. Y así, pues sucede lo que sucede. Que se conceda el indulto a un toro que era de vuelta, y que se arrastre sin más a un toro que sí era de vuelta. Pero hay ... cosas que no tienen vuelta de hoja. Ni solución. Cantaclaro, que es el nombre del sexto toro lidiado en Palencia este viernes, del hierro de Luis Algarra Polera, será, muy probablemente, uno de esos toros que los ganaderos no echan a las vacas. Porque para cubrir un lote de hembras los criadores buscan raceadores, no sólo buenos embestidores. Y, fue evidente, y notorio, que lo de Cantaclaro en el caballo fue un simulacro, menos verificable que unas elecciones en Venezuela.
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Nadie le puede negar a Fernando Adrián, a quien correspondió la lidia del toro al que se le aplicó la (que debe ser) restrictiva medida de gracia, su poder de convicción. Ya tuvo mérito (con su correspondiente demérito en el palco) que se le otorgara un apéndice en su primero, al que atravesó con un colosal metisaca que hacía guardia. Incluso tuvo que descabellarlo. Una faena, además, que en su fase de muleta fue de menos a más, de la transparencia al emborronamiento. Claro que todo puede ser que aún durara el efecto de las 6, sí 6, largas cambiadas de rodillas que recetó a su oponente. Vamos, que el asunto es que se concedió, y se pidió, aunque no mayoritariamente, la oreja al peso. Como se compra en el mercadillo que anuncian las señales para este día 1, domingo, en el parking aledaño al coso palentino.
Pero hay que cambiar el tercio de esta crónica, no se nos vaya a ir Perera sin diagnosticar. Porque el pacense ofreció un toreo de calidad, asentado, con mando y un sentido del temple que ni Castella ni Adrián siquiera insinuaron. Por ello, la faena de mayor consistencia, de más bella arquitectura y de mayor y mejor rigor técnico surgió de las muñecas de Miguel Ángel Perera. Ya con el capote, por verónicas, había dormido la embestida del noble y enrazado astado de Algarra, Cartelero de nombre.
Tras un tercio vibrante de banderillas, Perera se pasó, quietas las zapatillas, al toro en pases cambiados por la espalda. Colocaba bien la cara el toro, obedecía al toque, pronto, y las tandas se desarrollaban en la boca de riego. Más pistas no se le podían dar al palco sobre la actitud y la aptitud del toro. Flojeó el animal, también, pero la fuerza no es un parámetro sobre la calidad del animal, en todo caso un límite para que emerja o se despliegue. Perera logró, tras estocada desprendida, dos legítimas orejas. Cuyo valor exacto era, eso, el de dos orejas. Y el toro, ya ajeno a su destino, se fue camino del desolladero sin poder recibir, de modo póstumo, el tributo de un público que lo ovacionó en el arrastre.
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Y qué decir del quinto, el toro bonito por excelencia del encierro. Qué hechuras. A ese toro, si hubiera demostrado una colosal bravura (que no lo hizo, pero sí una buena condición) sí que se le hubiera reservado un hato de vacas. El animal nada tenía de manso, pero Perera se lo llevó a la jurisdicción de chiqueros. Allí donde el viento azotaba menos. Cuestión ésta que daría para un tratado sobre terrenos y bravura. Por lo visto, hay terrenos que pueden ser recalificados sin que exista fraude en ello. Tan solo inteligencia y capacidad de mando en la embestida.
Desde cuando empezó agarrado a la barrera, hasta cuando se colocó en la cercanía de las astas, Perera impuso su ley con la muleta a un buen toro, sobre todo por el pitón derecho. Tuvo que luchar el extremeño contra la fragilidad del astado. Lo finiquitó con media estocada en su sitio. El público ni se inmutó. Al parecer para pedir orejas hay que pinchar primero. Qué cosas.
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No es necesario indicar que a Fernando Adrián el (indebido) indulto del sexto le supuso verse subvencionado con dos orejas y rabo. Que gustosamente exhibió el joven diestro ante un público no del todo convencido de lo que acababa de suceder.
Castella, hay que decirlo, no estuvo mal. No. Pero tampoco del todo bien. Desarrolló su toreo, tanto con el percal como con la franela, a pies juntos en diversos pasajes de la lidia. Pero no surgió el idilio con el temple, el secreto misterioso que dota a las faenas de una magia especial, de esa estética emocional que permite la vibración de los tendidos. Recibió una oreja del cuarto. En su primer intento de entrar a matar resbaló a tocar la espada con una banderilla. En su segundo impulso cobró una estocada casi entera. Sonó un aviso.
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