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Puerta Grande por triplicado para abrochar la palentina feria de San Antolín. Una corrida que mantuvo en la diversidad su hilo conductor: en el pelaje ... de los Núñez del Cuvillo, que oscilaron entre el melocotón y el negro, pasando por los jaboneros y los burracos, y en el toreo de la terna, compuesta por José María Manzanares. Roca Rey y Ginés Marín. Cabe apostillar, ya de salida, que cada uno de los coletudos ofreció una ración suficiente de su concepto del toreo. El más joven, Ginés Marín, bien pudo ser el triunfador de la tarde de no haber fallado con el acero ante el primero de su lote. Y eso que con el estoque es un diestro de regularidad contrastada.
La tarde comenzó lenta, por aquello del himno nacional (tan breve que parecía sonar en territorio independentista) y el de Palencia, cuya letra sonaba en la voz de los aficionados que acudieron en masa a la plaza, llenando en más de tres cuartas partes su aforo. El viento, invitado no deseado, se hizo presente, en una versión de inoportunas ráfagas. Molestó, y mucho, en algunas secuencias de casi todas las faenas, aunque su buena fama como energía renovable también aportó una dimensión técnica de mayor ajuste a los lances.
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Y, claro, si hubo triunfo de los tres espadas es que los toros ofrecieron sus embestidas, diversas en su bagaje, unas con mayor raza, otras más enclasadas, cadenciosas en su mayoría. Un buen encierro el llegado desde tierras gaditanas, de presentación justa y hechuras diversas.
A un burraco, de múltiples pelos accidentales, le ejecutó Manzanares una faena medida. Sin obligar. Por la medida fuerza del animal que abría plaza, y que regalaba embestidas claras, de inmaculada transparencia que el diestro conducía con el temple suave que le permitió ejecutar tandas de armónica arquitectura. Mató en la suerte de recibir y cosechó un apéndice, con el que circunvaló el ruedo tras el ovacionado arrastre de su oponente.
Al jabonero cuarto le cortó otro apéndice. El toro, al que había recetado unos garbosos lances con el capote, fue mejorando conforme avanzaba la lidia. Creció en intensidad la faena, y Manzanares encontró la distancia oportuna y la altura justa para citar al animal, que acabó humillando en su persecución de la franela. La intensidad se fue elevando, con un público muy entregado. En la suerte suprema dejó un pinchazo hondo. Fue suficiente para que el toro, al que también se aplaudió en su último trayecto por la arena del ruedo, doblara.
Cual toro de la desaparecida, y añorada, vacada vallisoletana de los Hermanos Molero, el segundo de la tarde, primero de Roca Rey, mostró su pelo melocotón. Con almíbar en su juego, pero de tal flojedad que apenas permitió el lucimiento del peruano, desbordado por un viento inoportuno.
Se desquitó Roca Rey en el quinto. Jabonero. El de mayor romana de la tarde, con 562 kilos. Faena de marca registrada del joven espada. Inicio de rodillas con la muleta, con la vibración que emanaba de un toro con una pizca de genio, y con la intensidad del ansia de triunfo del coletudo. Tarea de dominio y efectismo por partes iguales, que culminó con un torero encimado, que pulsó el pin del delirio arrojando la muleta al suelo y quedándose, inmóvil, en la cara del astado. Estocada entera, algo desprendida, y dos orejas. Superó el palco la presión y no asomó un tercer pañuelo, que hubiera sido desproporcionado.
Negro, de clásico pelo, fue el tercero, al que Ginés Marín recetó, sin duda, los mejores lances de la tarde. Por colocación y cadencia. Un manejo excelente del capote. Fue, seguramente, el peor toro de los seis. Parado. Y, cuando no, al albur de un viento que desarbolada las intenciones del espada.
Con el colorado que cerraba plaza, bravo, que fue de menos más, mostró Ginés Marín carácter e inteligencia. La lidia adecuada, el temple necesario y la garra oportuna para conectar con los tendidos. Superó Marín el obstáculo del viento, y ante un toro que hizo una pelea encastada en el caballo, se hizo dominador de una situación que exigía firmeza. Estocada hasta la gamuza, pañolada masiva y dos orejas.
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